30 abril 2007

¿Qué podemos conocer?

Gracias a la hospitalidad de los amigos J. y R., cené con unos intelectuales rusos. V. había venido a impartir un seminario en una universidad vasca sobre la situación actual de su país, pero en Moscú es director, dentro de la Academia de Ciencias de Rusia, de un instituto de estudios sobre la Península Ibérica y América Latina –él mismo tiene publicado un libro de más de mil páginas sobre la transición española—. Parecía lógico aprovechar la ocasión para hablar de su país. Así que mientras dábamos cuenta de una exquisita ensalada templada, los navarros nos animamos a despotricar sobre el autócrata Putin, el espía Litvinenko, liquidado por el polonio, y la periodista Anna Politovskaya, asesinada hace unos meses. Vladimir nos escuchó un buen rato, hasta que, con la merluza al horno en la mesa, comenzó a hablar del brutal desmantelamiento del Estado en las épocas de Gorbachov y sobre todo de Yeltsin, la entrega de los recursos públicos a las mafias surgidas de la Nomenklatura (incluida la familia de Yeltsin) a partir de que se desmantelara el Partido Comunista, el caos que se adueñó del enorme país y la consiguiente ruina de millones de personas, sin ningún tipo de estructura estatal que las protegiera ni física ni económicamente. Ahora, aseguró, con Putin Rusia ha recuperado cotas de orden y prosperidad, gracias a un Estado que funciona de nuevo con relativa estabilidad, que garantiza la seguridad, ha reactivado vigorosamente la economía y ofrece algunos servicios sociales a capas cada vez más amplias de la población. Boris Yeltsin, se exaltaban al alimón V. y su mujer T., protagonizó la etapa más terrible. Los invitados rusos se mostraron, en fin, escépticos sobre las versiones extendidas en Occidente relativas a Litvinenko y la Politovskaya, dos personas que en su opinión no podían hacer ningún daño relevante a Putin, por lo cual resulta fantasioso pensar en que éste ordenara su asesinato.

¿Estaban equivocados estos visitantes rusos? ¿Qué plus de credibilidad les otorga, amén de su condición de estudiosos de los fenómenos sociopolíticos, el hecho de vivir allí y conocer de cerca los hechos? ¿Pero es que vivir allí garantiza un conocimiento más ajustado? ¿No hay muchas personas que viven en un lugar —no digamos si sólo lo visitan—, y únicamente ven lo que quieren, lo que sus ideas e intereses previos les incitan a contemplar o construir? ¿No habrá que tomar a V. y su esposa mucho más en serio por su calidad intelectual, su afán de estudiar los hechos con rigor y a través de procedimientos que les proporcionan más información y capacidad de análisis que a la media de la gente? ¿Pero no han caído mil veces los intelectuales, pese a ello, en falacias y mistificaciones sonrojantes?

Desde luego, en muy pocos días leí un ramillete de juicios sobre la Rusia actual, a veces complementarios a los de V. pero en ocasiones opuestos. Por ejemplo, sobre la significación de las muertes de Litvinenko y la Politovskaya, o respecto a la «predisposición hacia el autoritarismo en Rusia» (Alexander Kovakov), la débil presencia de gentes demócratas allí —y de la misma idea de democracia—, aunque al mismo tiempo subsistan libertades personales reales y efectivas (de nuevo Kovakov), o acerca de la inmensa popularidad de Putin, pese a la indudable represión o a la corrupción gigantesca que permite y alienta. Leí también, en Claves, una entrevista más antigua con la asesinada Politovskaya, en diálogo con Flores D’Arcais, hombre de izquierdas, donde la periodista trazaba un diagnóstico muy tenebroso del poder ruso actual, tras mirar especialmente a las brutalidades perpetradas en Chechenia. En fin, ayer mismo oí a Carlos Taibo hablar en una radio sobre Rusia, como tantas veces, y recordé el desdén con que V. se refirió a él, al considerarlo un “periodista” tremendamente condicionado en sus análisis por ideas políticas previas que actúan a modo de velo distorsionador.

Sólo tengo dudas, muchas dudas, y no sé si me las pueden despejar los medios, toda vez que los periódicos o las televisiones son casi siempre el eslabón más débil en la cadena del conocimiento, el más sujeto a errores o simplificaciones o clichés. Recuerdo haber escuchado hace años a Javier Ortiz la reflexión que él se hacía con frecuencia en París en los años sesenta y setenta al leer Le Monde: «Si sobre otros países deslizan en ese periódico los errrores y disparates que me encuentro sobre España, no me puedo fiar de una sola página, al menos de las de información internacional». Y cabe citar asimismo la manera en que muchísimos medios (sin ir más lejos, el New York Times) informan sobre los etarras todavía hoy, o sobre la historia de los vascos, con profusión de errores e interpretaciones de una preocupante indigencia.

Me interesa constatar, yendo más lejos, la enorme dificultad de conocer sólida y rigurosamente cualquier realidad política y social. Este es un desafío que ha generado ríos de tinta en el ámbito de la filosofía y metodología de las llamadas ciencias humanas y sociales (si es que podemos hablar de ciencias sociales, cuestión en la que tampoco hay consenso). Líbreme dios de caer en el escepticismo radical, o en la abstención de cualquier juicio, o de sostener la estupidez de que, visto lo díficil que es conocer con verdad, todas las interpretaciones son igualmente válidas. No, de ninguna manera. Pero uno lee, ve, escucha, y le asalta la perplejidad, y termina la cena con V. con la incómoda sensación de haber soltado tres o cuatro tonterías.

28 abril 2007

Duda

"Respecto a las épocas que nos han precedido, en la edad de la tecnología el amor ha cambiado radicalmente de forma. Por un lado se ha convertido en el único espacio en el que el individuo puede realmente expresarse, más allá de los roles que está obligado a asumir en una sociedad técnicamente organizada; por otro lado este espacio, siendo el único en el cual el yo puede desplegarse y jugarse su libertad más allá de cualquier norma u ordenamiento preconstituido, se ha convertido en el lugar de la radicalización del individualismo, donde hombres y mujeres buscan en el el propio yo, y en la unión amorosa no tanto la relación con el otro, como la posibilidad de realizar su propio yo profundo, que ya no encuentra expresión en una sociedad técnicamente organizada, declinando la identidad de cada uno de nosotros según su idoneidad y funcionalidad en el sistema al que pertenecen.
Como efecto de esta extraña combinación, en nuestra época el amor se vuelve indispensable para la propia realización como nunca lo había sido antes, y al mismo tiempo imposible porque, en la relación amorosa, aquello que se busca no es el otro, sino más bien, a través del otro, la realización de uno mismo.

Umberto Galimberti. Las cosas del amor
(Las cursivas son del autor)

23 abril 2007

Asignatura pendiente

Treinta años del estreno de Asignatura pendiente, la primera y muy exitosa película de José Luis Garci. A estas alturas, parece mentira que nos gustara tanto a tanta gente. Eso da la medida del profundo trastorno que el franquismo había causado en nuestras mentes. Como escribe Rodríguez Marchante en el ABC, España estaba entonces “todavía colgada psicológica y, tal vez, físicamente del gancho de años y años de dictadura”. Ahí tiene que estar la raíz del desvarío.

Lo más sorprendente –y lo que más mortifica- es que no éramos unos recién llegados al cine. Aun limitados por la burricie censoril franquista, habíamos visto lo mejor de la producción americana de los años treinta, cuarenta y cincuenta (John Ford, Billy Wilder, no sé, un buen puñado de obras excelsas), y encima, incluso en una diminuta y levítica ciudad como la Pamplona de los años setenta, llevábamos encima una buena tacada de, por ejemplo, películas checas, rusas, polacas, suecas, alemanas y francesas, y en versión original, gracias al Cine Club Lux o a las salas Rex, Xavier o Juventud. Pero salía Fiorella Faltoyano enseñando los pechos, o un desconocido Héctor Alterio en la cárcel y con jersey, en un trasunto obvio del valeroso Marcelino Camacho, o José Sacristán discurseando sobre cómo en el franquismo las gentes como él habían llegado tarde a la política, al amor, al sexo, a la libertad, y nos emocionábamos hasta la enajenación.

No entendíamos –algunos simplemente perdonaban por lo excepcional del momento- que Garci nos estaba vendiendo un acercamiento tosco, blando y dulzón a la cruel realidad, un acercamiento enfermo de hinchazón verbal en el cual, gracias por ejemplo al uso estratégico de la música (esa Luna de miel que cantaba Gloria Lasso), se extendía una auténtica infección sentimentaloide. Recuerdo haber leído una crítica de John Berger al uso de la música en La lista de Schindler. La hermosura de la melodía, decía Berger, está de más en la película, se da de bruces con la terrible sordidez de lo narrado y lo edulcora letalmente. Mutatis mutandis, y salvando las enormes diferencias entre ambas obras, creo que algo de eso sucedía en Asignatura pendiente.

18 abril 2007

JR

«Quienes hayan tenido algún problema serio con su corazón, no podrán leer sin cierta angustia Elegía, la última obra de Philip Roth. Esa que termina: ‘Sin embargo, no se despertó. Paro cardíaco. Ya no existía, liberado de ser, entrando en la nada sin saberlo siquiera. Tal como había temido desde el principio.’ (...) Acaso una duda: ¿no existe quien prefiere ese irse sin saberlo, sin tiempo para el lamento de lo dejado?»

Con estas líneas arrancaba el comentario que el libro de Roth le suscitó a José Ramón Urío, y que resultó ser la antepenúltima de las entradas de su blog (www.ideas-en-el-aire.blogspot.com), un blog ahora varado en la red como un juguete roto. Hablamos de Elegía el 21 de diciembre, la última ocasión en que nos vimos, de cómo nos había golpeado a los dos -aunque yo sabía por supuesto que para él, que tenía el corazón dañado, el libro guardaba otro significado, el de esa angustia nada literaria que nombra en su texto-. En medio de jóvenes en plena bulla prenavideña que atestaban la cafetería, JR, sin dejar de comer con apetito, habló, como casi siempre, de la acuciante escasez de tiempo para leer y escribir, de las mil pejigueras del instituto, de los planes para la vacaciones y, cada dos por tres, de Platón, el filósofo que le iluminaba sin cesar y al que no puede dejar de traer a colación al término del comentario sobre Elegía. Casi no nos dejó hablar a D. y a mí. Vanidoso, egocéntrico, JR me irritaba con frecuencia –y se lo decía, la franqueza incluso brusca siempre estuvo presente entre nosotros-, pero al mismo tiempo era muy tierno y vulnerable, y su compañía me interesaba y estimulaba. Tras estar con él –y mira que estuvimos veces en más de trece años de amistad-, siempre quedaba algo zumbando en mi cabeza, una idea, una refutación, una sugerencia de lectura, una confidencia. JR fue, en buena medida, algo muy raro: un hombre libre. Por eso anduvo por el mundo chocando con no pocas personas. Pero esa impertinente libertad era parte esencial del atractivo que le hacía también ser amado por otras muchas.

Aquella noche hacía mucho frío, y José Ramón habló de cómo su corazón sufría con la gelidez, así que nos despedimos en la calle a toda velocidad. Quedamos en vernos a principios de año, nos escribimos varios correos, pero no pudo ser. El 16 de febrero el corazón le falló por última vez, como al protagonista de Elegía, y se marchó igual que él, «sin saberlo, sin tiempo para el lamento de lo dejado». Ahora estoy más solo. JR, te echo de menos.

17 abril 2007

Prosas apátridas

En abril de 1981 encontré, en uno de mis incontables y minuciosos escrutinios de la pamplonesa librería Auzolan —la primera, la de la calle San Gregorio— un librito que Tusquets había publicado en el 75. Tal vez había ido cogiendo polvo allí desde la apertura de la librería tres años antes, porque su aspecto no era, digamos, muy lozano –hoy es casi imposible que en una librería “normal” conserven un libro tanto tiempo: si no se vende, en tres meses como mucho se devuelve al distribuidor para dejar sitio a otra novedad—. Pero sólo ese día me fijé en él. El ejemplar era además parcialmente defectuoso: tenía un pliego repetido, lo que a primera vista desconcertaba al lector, que encontraba varios textos dos veces y debía reconstruir el puzzle.

Se trataba de la primera edición “mundial” de las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, un autor que no me sonaba absolutamente de nada. Lo ojeé, en cinco minutos me atrapó y lo compré por cuatro perras. Esa misma noche lo devoré, con el deslumbramiento radical y venenoso que nos provocan ciertas ideas y palabras en la juventud —venenoso, me temo, precisamente por la juventud: la lucidez es una condena y un desastre si llega demasiado pronto—.

Aquella primera edición llevaba un magnífico y muy informativo prólogo de José Miguel Oviedo, autor ya entonces del mejor estudio sobre las grandes novelas de Vargas Llosa —las primeras, para entendernos—, y a quien, al correr del tiempo, acabé debiendo también el hallazgo del ensayista colombiano Nicolás Gómez Dávila. El prólogo de Oviedo desapareció en la edición completa de las prosas, que es de 1985, también en Tusquets –la que adquirí en el 81 tenía aproximadamente la mitad de las doscientas prosas de la definitiva, aunque esta, tampoco se piensen, sólo abulta 180 páginas de muy pequeño formato—, tal vez por desavenencias entre el autor y el estudioso, quizás porque Tusquets y Argos Vergara publicaron otros libros de Ribeyro a comienzos de los años ochenta y pensaron que ya no era necesaria la presentación que Oviedo hacía de su compatriota para los lectores no peruanos en el volumen con que yo me había tropezado en Auzolan.

En el prólogo de Oviedo me enteré de que la fortuna editorial de Ribeyro en Lima —donde, pese a vivir en París hacía muchos años, había publicado sus anteriores libros: tres novelas y varios tomitos de cuentos— era desastrosa, y que en las misérrimas ediciones peruanas abundaban las erratas y las páginas bailadas. Vamos, que a Ribeyro y a sus libros no los conocía nadie.

Con el tiempo supe que el peruano, además de una pésima salud que le tuvo en varias ocasiones a punto de la muerte, sobre todo por las dolencias de estómago y su adicción al tabaco, atesoraba pocos pero fervientes admiradores. Y supe, por las Prosas apátridas, pero también después por sus diarios (La tentación del fracaso) y por testimonios escritos de amigos suyos, que sufrió periodos de tremendos apuros económicos, rachas de obligados trabajos de supervivencia y, entreverada siempre con el paso corriente de los días, una aguda sensación de fracaso literario y vital y una melancolía asifixiante (“Pronto 48 años y sigo hablando conmigo mismo, dando vueltas en torno a mi imagen doblegada, roída por el orín del tiempo y la desilusión. Helado, seco, hueco, como una lápida en el más minúsculo cementerio serrano, mi propia lápida”). Al menos los últimos años de su vida, de nuevo en el Perú y roído por el cáncer, alcanzó un progresivo y relativo reconocimiento y una precaria paz interior. Fernando Ampuero, escritor y amigo de Ribeyro, escribió que éste fue, en esos primeros años noventa, un hombre “cálido y elegante como lo fuera en todo momento, pero pletórico de ideas, ávido de aventuras, con las ganas de vivir de un adolescente y dispuesto a celebrar tertulias tres veces por semana en bares, restaurantes o en la agradable terraza de su departamento barranquino mientras la noche avanzaba y la brisa marina nos refrescaba y revolvía el cabello”.

Ahora Seix-Barral ha reeditado en España las Prosas apátridas, y he visto en pocos días muchos comentarios y referencias sobre este pequeño volumen que inauguró, tras los cuentos y las novelas de los cincuenta y sesenta, una etapa editorial de Ribeyro de «preeminencia de lo autobiográfico y lo moralizante» (Sergio Franco). Cuando leí estas prosas yo no conocía a ensayistas y moralistas franceses como Montaigne, La Rochefoucauld, La Bruyere o Chamfort, así que no sabía de dónde venía el peruano en este librito. Pero, ya lo he dicho, mi experiencia lectora fue imborrable, he vuelto a ellas muchas veces, se las he regalado a varios amigos, me han hecho pensar y hablar con algunas almas afines, y hay prosas que han guiado y siguen haciéndolo mi mirada sobre ciertas regiones de la conducta humana. Ribeyro ha sido, por ejemplo como Cioran, un autor que estoy seguro de que me ha hecho daño, y que al mismo tiempo me ha exaltado y alumbrado en muchos momentos. En este conjunto de pequeños textos que, como dice el autor, “no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo”, siendo a la vez todo eso, no sobra nada. En fin, cómo decirlo, lean a Ribeyro, y seguro que más de una vez tendrán ganas después, incluso tras varios años, de abrir el libro por cualquier página y entristecerse con unas líneas.

Me apetece terminar con esta prosa, una de las que enseña la columna vertebral del conjunto: «Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa. Otros pudieron o creyeron armar el rompecabezas de la realidad y lograron distinguir la figura escondida, pero yo viví entreverado con las piezas dispersas, sin saber dónde colocarlas. Así, vivir habrá sido para mí enfrentarme a un juego cuyas reglas se me escaparon y en consecuencia no haber encontrado la solución del acertijo. Por ello, lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas. La culpa la tiene quizás la naturaleza de mi inteligencia, que es una inteligencia disociadora, ducha en plantearse problemas, pero incapaz de resolverlos. Si alguna certeza adquirí fue que no existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo».

15 abril 2007

Tobias Wolff y Vida de este chico

Ayer sábado vi en Cuatro, de nuevo, Vida de este chico, la película de Michael Caton-Jones rodada a mediados de los noventa a partir de la historia de Tobias Wolff del mismo título. No está mal, otra vez pasé un estupendo rato con un film digno, aunque ni de lejos alcanza la riqueza de detalles, la hondura y la sutileza con que Wolff elaboró su relato. Tengo la mayor de las admiraciones cinéfilas por Robert de Niro, Leonardo di Caprio y la siempre espléndida Ellen Barkin, y los escenarios de la película -esos lugares montañosos del estado de Washinton en los años cincuenta, lejos de Seatle- aparecen igual que como me los imaginé en la lectura. Pero ves la película y pasa lo de casi siempre si el libro te impresionó: ofrecen un resumen de trazo grueso, una sinopsis del libro redactada con rotulador de punta muy gorda en la que, además, la poda brutal que se efectúa sobre aquel se acompaña, para facilitar supuestamente la vida al espectador, de conversaciones y datos auxiliares inventados por el guionista-adaptador que hacen el conjunto más explícito pero más simple, más obvio, más pobre. El personaje de Dwigth, el nuevo esposo de la madre de Wolff, resulta en la película demasiado en varios sentidos, particularmente demasiado violento en el sentido más físico del término, una caricatura de alguien que ya poseía en la historia de Wolff un carácter agresivo, pero que sobre ello era estúpido, vago, inconstante y fantoche. En el film no han podido resistir la tentación de simplificarlo, de convertirlo en un psicópata perpetuamente furioso que desde el primer momento quiere matar a Wolff y machacar a la madre de éste.

Aun y todo, insisto, la película se deja ver con interés. Y si alguien salta de ella al libro de Wolff, sobre el que toda recomendación es poca, pues miel sobre hojuelas.

A propósito de ese libro de Tobias Wolff, y de otro posterior también apasionante, En el ejército del faraón, escribí un artículo al que se puede echar un vistazo aquí, y que apareció en la revista digital La casa de los Malfenti (www.lacasadelosmalfenti.com), un empeño literario verdaderamente admirable de Belén Galindo, Roberto Goñi y Juanma Albizu del que acaba de aparecer el número 22, el de la primavera de 2007. Ellos tienen la generosidad de decir que la revista la hacen más personas. No, eso no es así exactamente. Sin ellos, sin su constancia y pericia, sin su invitación siempre amable, sin su activismo cordial, sencillamente no habría revista. Da gusto que haya gente como Belén, Roberto y Juanma, y es una suerte conocerlos.

10 abril 2007

Cesc Gay

El otro día vi en mi casa, tan ricamente, Ficción, la última película de Cesc Gay. Hace años me interesó, sin más, la que creo que fue su segunda película, Krampack. Pero la siguiente que dirigió, En la ciudad, la tengo situada en mi pequeño olimpo de películas españolas inolvidables. En ella unos cuantos amigos barceloneses cultos, acomodados y amables charlan en restaurantes, librerías, casas y bares. Sólo el espectador, por gracia de un guión muy bien medido que le anticipa estratégicamente ciertos datos, sabe que, en realidad, la mentira y la ocultación presiden sus relaciones.

Cesc Gay ha declarado recientemente que sus películas «se estructuran sobre personajes que no expresan lo que sienten. Sobre sentimientos que se reprimen ya sea de forma consciente o porque la esencia del personaje sea esa, la contención, el celo a la intimidad de forma absoluta, como un gesto de defensa, de protección de uno mismo». Esto, ciertamente, se puede aplicar a Krampack y Ficción. Pero sólo parcialmente a En la ciudad, película que tiene un tono más sombrío. Como dice un personaje de En picado, la última novela de Nick Hornby, «Nos pasamos tanto tiempo no diciendo lo que deseamos realmente porque sabemos que no podemos conseguirlo. Y porque suena a descortesía, a ingratitud, a deslealtad, a niñería, a banalidad. O porque estamos tan desesperados que fingimos que las cosas están bien, y si nos confesamos a nosotros mismos que no lo están nos da la impresión de cometer un error.» En la película de Cesc Gay hay mucho silencio, y en varias escenas los protagonistas callan los deseos o desdichas que nosotros sí conocemos. Pero también, cuando hablan, simulan ante sus amigos o parejas felicidades inexistentes, o normalidades mentirosas, o estados de placidez que esconden tormentos interiores. La última escena del film es inolvidable: alrededor de una gran paella de cumpleaños, la cuadrilla asiste al amago de explosión de verdad de la anfitriona, una tentativa que, al menos temporalmente, queda neutralizada por la fuerza del ritual amistoso, por frágil o falso que este sea. (Recuerdo haber leído, por cierto, unas declaraciones de Gay hace años en las que contaba cómo las lágrimas repentinas e inexplicadas de una amiga en una comida de un montón de gente fueron el motor de esta historia.)

Ficción es una película aparentemente mucho más sencilla, la historia de dos personas que han dejado por unos días a sus familias en la ciudad y se conocen en lo más alto del Pirineo catalán. Estas personas se atraen intensamente, pero no se atreven a vivir su amor. Dice su director, en la página web de la película, que «En el cine normalmente se contaría la historia del infiel, del que vive una aventura, y en último caso del que rompe la familia. Yo cuento lo no vivido, lo que se reprime, lo que a menudo ni se cuenta. Pienso que eso muchas veces no significa que no se viva con incluso mayor intensidad. Una vez más, son sentimientos íntimos y no compartidos.» El protagonista, que ha subido a la montaña a tratar de cerrar una crisis creativa, se da de bruces con una pasión que choca con su miedo, o tal vez con su sentido de la responsabilidad familiar. Hoy, como dice Gay, y puesto que vivimos un tiempo de exaltación sentimental y de exhortación a seguir en cada momento el camino que nos dicte el corazón, esperaríamos que los personajes tuvieran un lío, o incluso que rompieran con sus lazos familiares para vivir sin trabas el nuevo amor. Pero aquí lo que se nos cuenta es la fuerza de algo que, salvo en pequeña medida en la última escena, permanece sólo en el interior de los amantes, aunque sus miradas posean más de una vez una vehemencia dolorosa. La ficción del título creo que alude al poder de una “historia” que no cambia exteriormente el rumbo vital de unos personajes ubicados en un tiempo y un espacio “ficticio” por excepcional, pero sí los golpea con la violencia con que suelen hacerlo las buenas ficciones. El protagonista, el maravilloso Eduard Fernández, habla muy poco, pero revela mucho cuando es incapaz de dormir, o le invade la furia de cocinar, cortar madera o lavar el coche, o desvía el rostro en un bar ante el pánico a terminar sucumbiendo a su deseo. ¿Hace bien conteniéndose y ciñendo el relato amoroso únicamente al territorio de la ficción, de lo “no real”? ¿El miedo o la responsabilidad no acabarán pasándoles una abultada factura de infelicidad?

Cesc Gay filma espléndidamente la sugerencia, los gestos, las miradas, la tensión que apenas sin palabras inunda a los personajes, las acciones banales que van dibujándolos. En La noche se mueve, de Arthur Penn, el protagonista apunta con desdén que en las películas de Eric Rohmer, quintaesencia del cine europeo, ves crecer la hierba. Pues no sé qué diría si viera Ficción. Peor para él. Yo al menos he podido aquí, y con pasión, ver crecer la hierba de una historia que, con poca acción, sólo a través de detalles, transmite, como dice el propio Gay, más que una conclusión, «un estado de de ánimo».

06 abril 2007

La política de la claridad

La murga terrorista no cesa. Y la ceremonia política de la confusión no digamos. Batasuna es ilegal, pero su presencia pública, consentida y alentada por el Gobierno de Zapatero, es monótona y apabullante. ETA está en tregua hace un año, pero sus gentes siguen a quien quieren, preparan informes sobre esos “objetivos”, roban pistolas y hacen prácticas con ellas y guardan explosivos, así que nada indica que tengan la más remota intención de desaparecer. La mesa de negociación política (la segunda mesa, Otegi dixit, esencial en su estrategia) está, cierto, temporalmente descuajeringada, pero los intentos de casi todos los partidos por reunir los pedazos sueltos son evidentes, minimizando lo que haga falta los desmanes del mundo abertzale. “Sin Navarra, nada”, brama Otegi, mientras Zapatero muestra sobre el asunto una ambigüedad reticente que incomoda e irrita a más de un socialista navarro. Muchos empresarios, en fin, pagan la extorsión y callan.

Ya sé que la realidad ofrece más datos. Pero estos que he apiñado en pocos segundos son incontrovertibles. Después de tratar muchos años con nacionalistas, en Canadá un político puso en circulación un objetivo que en general me gusta y que aquí y ahora me parece urgente: la política de la claridad. Por eso me apetece recordar los puntos que el 23 de marzo leyó en Madrid el tantas veces admirable Fernando Savater, y que suscribieron Covite, el Foro de Ermua y Basta Ya. El manifiesto entero sigue en la página web de Basta Ya (www.bastaya.org), pero por si acaso lo quitan, copio aquí el núcleo de las cuatro reclamaciones que contiene. Así, recordando algo que la voraz realidad periodística hará olvidar muy pronto, quiero contribucir, desde mi diminuto ángulo, al Aberri Eguna del domingo próximo.

Primero. Que se mantenga con firmeza y sin rodeos la exclusión de Batasuna del sistema político, impidiendo que participe en las próximas elecciones municipales, autonómicas y forales si no se desvincula explícita e inequívocamente de la actividad terrorista de ETA, y no de la violencia en general.

Segundo. Rechazar con absoluta claridad cualquier forma de entrega de Navarra a la comunidad de la Gran Euskadi con que sueñan los terroristas. Por un camino u otro, aunque sea sinuoso y “light”, los de ETA y Batasuna consideran esencial para su proyecto político –y como precio al final de la violencia terrorista- apropiarse de Navarra.

Tercero. Una vez que acabe efectiva y totalmente la actividad terrorista, sólo deberá hablarse con ETA, y exclusivamente sobre la propia ETA, sobre su disolución y el modo en que sus militantes asumen las responsabilidades penales en las que hayan incurrido. No son aceptables mesas de partidos que obtengan refuerzos para la hegemonía nacionalista con pretexto del final de la violencia o que sencillamente fomenten dudas sobre la “insuficiencia” de la democracia estatutaria y constitucional hoy vigente.

Cuarto. Es urgente e imprescindible que los poderes públicos emprendan la investigación y en su caso el castigo penal de los pagos a ETA de particulares o entidades corporativas, extorsionadas por la banda mafiosa. En ese campo, la eximente de necesidad por miedo insuperable se convierte en franco amparo de la complicidad. Sin dinero, ETA se acaba: no debe haber más dinero para ETA.

05 abril 2007

Estampida

"Suena la sirena en las fábricas, las oficinas, los comercios. Todos corren, derechos a casa, para coger las maletas y salir zumbando. Que las vacaciones son cuatro días y dos se pierden en el trayecto. Hay que llegar cuanto antes, disfrutar sin parar, divertirse a rabiar, y sobre todo moverse, moverse mucho, moverse sin descanso. Suelta la corbata, deja los tacones; coge las mochilas y las zapatillas, rápido; el traje de neopreno, la llave del apartamento o la bicicleta, vamos; el traje de baño, por si acaso, o la guía de Praga y los billetes. Llegar, llegar, llegar es el mandato. Para patearse capitales europeas o rutas de senderismo, para escalar al pico más alto o sumergirse en fangos antiestrés. (...) Hacer, hacer, hacer, eso es vivir, al parecer; y luego contarlo si se tercia, porque hoy en día no eres nadie si no has visto el Iguazú, y es un fracasado el que no hace una escapada, aunque sea al infierno. Al grito de “luces, cámara, acción” da comienzo nuestra ficción desesperada. Huyamos."
Irene Lozano

04 abril 2007

Matemática estulta

En el artículo de un médico (y miembro del Comité Nacional de Prevención del tabaquismo: mayúsculas que no falten) que este lunes publicó el Diario de Navarra me doy de bruces, dentro de un alegato prohibicionista del tabaco en cualquier momento y lugar, con estas afirmaciones, por supuesto demostradas científicamente: “Sabemos hoy que en sólo 20 minutos pequeñas cantidades de humo son capaces de provocar que nuestra sangre empiece a formar coágulos y las arterias se estrechen aumentando el riesgo de sufrir un infarto o un proceso embólico cerebral. El estar sentado comiendo al lado de un fumador aumenta el riesgo de sufrir un infarto un 25 %”.

Estupor. ¿Cada vez que como al lado de un fumador mi sangre forma coágulos y mis arterias se estrechan? Si me pego seis horas hablando con un fumador, y doy fe de que lo he hecho muchas veces en la vida, ¿no debería haber muerto ya, tras el enésimo infarto? ¿Cuánto tiempo perviven los coágulos y los estrechamientos si me alejo del fumador? ¿Esto acontece, insisto, cada vez, o se puede hacer el cálculo acumulando proximidades durante, no sé, un año o cinco? ¿Y de qué grado de cercanía hablamos? ¿Es lo mismo cuarenta centímetros que un metro? ¿Les sucede lo mismo a todas las personas, y en el mismo porcentaje, y cada vez que comen al lado de alguien que fuma, al margen de cualquier otra circunstancia de su vida o del resto de sus hábitos?

Dicen que el tabaco mata, y según a quién y en qué circunstancias (detalles en los cuales muchos prohibicionistas naufragan lastimosamente), no dudo de que el neotópico tenga parte de verdad. Pero la estupidez de cualquier melón también, y me temo que con más rapidez, insidia y crueldad que los cigarrillos.