25 junio 2007

Fiesta de fin de curso

Viernes 22. Once de la mañana. Colegio público de infantil y primaria en mi pueblo. Último día lectivo antes de las vacaciones. Los maestros y especialmente las maestras han organizado una fiesta en el patio. No sé qué actos habrá habido ya, salvo, por los restos que se ven aquí y allá, el almuerzo para los críos de bocadillos de chistorra o panceta preparados por docentes y conserjes. Los chavales aguardan a que, en el escenario montado en un extremo, comience el karakoke. Irán subiendo las distintas clases. Un par de hombres agitados y sudorosos hacen pruebas de sonido. Hay alumnos de muchos países, aunque predominan las caras morenas. Los de aquí ya no son mayoría rotunda, ni mucho menos. Suena en los altavoces del colegio música sanferminera.

Espero y en muy pocos minutos comienzan las actuaciones. Suben críos de educación infantil o de primero de primaria y berrean Me gustas mucho, el corrido que popularizó Rocío Dúrcal hace casi treinta años. El animador, el mismo que antes probaba sonido y que ha dejado la camioneta al lado, dentro del recinto, trata de guiar al grupo para que se acompase algo a la música, pero no hay manera. Tarde o temprano seré tuya, y mío tú serás, canta para intentar que aquello tenga algún sentido. Al mismo tiempo varias crías de diez u once años han formado parejas y bailan la pieza con modos todavía poco maduros, y otros chavales más pequeños corren y pelean, totalmente ajenos a lo que acontece en el tablado. Las verjas que circundan el centro se han poblado de padres, madres y hermanas de los alumnos. Siguen la fiesta así, desde fuera.

El día, muy cambiante, no acaba de ser veraniego, y varias maestras llevan chaqueta. Charlan en grupos pero no dejan de vigilar el orden de turnos para la actuación de sus tutorizados. Hay maestros grabando retazos del evento con pequeñas y modernas cámaras, y otros que pasean en solitario, mitad vigilando, mitad esperando a que acabe la mañana de una bendita vez. Las maestras que veo, y conozco a varias, están entre los cuarenta y cinco y los sesenta años. Todas, y todos, con los pelos un poco revueltos por el viento desapacible, no son precisamente un modelo de lozanía física. Lo anoto con toda la comprensión del mundo, porque yo estoy mucho peor. Cuando nos conocimos, hace muchos años, teníamos otra presencia.

El conjunto desprende una menesterosidad profunda, una grisura tediosa e irremediable. Sin embargo, la conducta del profesorado, el hecho de que sigan organizando esta clase de actos, despide al mismo tiempo una grandeza cercana al heroísmo. Con la que está cayendo, con las crecientes exigencias de unos padres blandos y comprensivos hasta el delirio con sus retoños pero abusivos y desnortados con los enseñadores, con la mutación de conductas en los críos y adolescentes, con la progresivamente asfixiante “juridificación” de las relaciones (los abogados empiezan a tener en los habituales e inevitables conflictos escolares un yacimiento mayúsculo de posibilidades laborales), y sometidos a una administración que dicta una ley general cada cuatro años y ensalza teorías pedagógicas extravagantes o absurdas, en fin, con todo eso y mucho más, el esfuerzo de ser maestro se me antoja más agotador y muchas veces improductivo que el que se veía obligado a ensayar Sísifo empujando la piedra monte arriba.

Sé de lo que hablo porque yo también estuve en el patio en otros tiempos, y además grité demasiadas tonterías sobre la educación. Entonces esas maestras me aburrían y exasperaban con cierta frecuencia. Lo dejé, con no poca suerte, y mis ganas de volver son nulas. Pero hoy, mientras enfilo hacia casa y oigo a los críos ejecutar sórdidamente otra vieja pachanga, pienso: suerte, compañeras y compañeros, que os vaya muy bien. Alguien tiene que estar ahí, en el peor y más delicado lugar de un sistema educativo. Dentro de vuestras posibilidades, lo hacéis de maravilla y ayudáis al menos, teniendo a los críos guardados y vigilados, a que el sistema productivo funcione. Felices vacaciones, ahora llegan dos meses para olvidar.

24 junio 2007

Epistolario apresurado

En 1983, Juan López-Morillas, un hispanista tan reputado que, entre otros muchos cargos, ha llegado a ser el presidente de la Asociación Mundial del gremio, y autor de estudios decisivos sobre el krausismo o sobre escritores como Machado y Galdós, conoce a sus setenta años a un poeta de treinta de Jaén, Manuel Ruiz Amezcua, que ejerce en Baeza como profesor de Instituto. López-Morillas, nacido en Jódar, en la provincia jiennense, en 1913, ya antes de la guerra civil comienza su carrera académica en los Estados Unidos, donde, cuando conoce a Ruiz Amezcua, está a punto de jubilarse tras una carrera plena de honores en universidades como Brown y Austin (Texas). Arranca entonces una correspondencia esporádica entre los dos hombres que se prolongará hasta la muerte de López-Morillas en 1997. El gran hispanista ha decidido a comienzos de los ochenta dedicar los años que le queden de vida sobre todo a dos ocupaciones: viajar por el mundo con su esposa y traducir al castellano buena parte de las grandes obras de la literatura rusa del siglo XIX, aquellas que alcance a culminar de Dostoievski, Tolstoi, Chejov o Turgueniev. Las veinte traducciones que pudo finalizar, modélicas, pueden disfrutarse en la (antes) gran colección de bolsillo de Alianza. Yo, de hecho, que ando leyendo y releyendo a Chejov, he llegado al personaje intrigado por un suelto que leí cuando murió y que reseñaba esa esforzada labor de senectud.

Las cartas que en esos años López-Morillas envió a Ruiz Amezcua pueden leerse en El vuelo de las palabras, un libro que editó la Diputación de Jaén y que he conseguido, cómo no, gracias a internet. Ya se ha dicho que el hispanista es un hombre muy ocupado, que cuando no viaja traduce en jornadas de más de diez horas y es requerido desde múltiples lugares para todas suerte de congresos y conferencias. Lo cierto es que, sea por esas causas o porque, sencillamente, no tiene ganas de más, sus cartas al poeta de Jaén son breves, corteses, un tanto de cubrir el expediente, escritas, seguro, en pocos minutos. Muchas de ellas no sobrepasan el estadio de un acuse de recibo de los libros de poemas que le envía regularmente el profesor de instituto. Porque, eso sí, López-Morillas es un hombre meticuloso y muy educado que se impone a rajatabla la obligación del acuse de recibo de todos los libros y artículos que recibe. Las misivas de Ruiz Amezcua, en cambio, no aparecen en el libro, pero colegimos por las indicaciones mínimas de López-Morillas en sus respuestas que son mucho más extensas y personales, y que en ellas se deslizan constantes peticiones al hispanista de que redacte comentarios críticos (favorables, claro) sobre los libros de poesía que le manda, los cuales quiere emplear luego el profesor de instituto como textos promocionales. Le ruega asimismo al casi anciano que efectúe gestiones ante la editorial Cátedra para que sea posible que él logre publicar una antología de sus versos en la prestigiosa colección de Letras Hispánicas. López-Morillas acepta interceder ante sus poderosos colegas José Manuel Blecua y Francisco Rico –sin resultado, al menos hasta hoy-, pero se niega a reclamar lo mismo a Gustavo Domínguez, director de la editorial, dado que ni siquiera sabe quién es. En cuanto a sus comentarios sobre los versos de Ruiz Amezcua, el hispanista sólo los escribe muy breves, el más extenso de menos de dos páginas, y en ellos (el libro reproduce uno de pocas líneas) los elogios suenan a generales, bienintencionados, amables y poco comprometidos.

El tira y afloja, cortés pero muy desequilibrado, entre el viejo hispanista y el joven e insistente poeta es lo que dejan ver las cartas de López-Morillas a un lector atento, frio y desprejuiciado. No lo es el editor del volumen, Dámaso Chicharro, me temo que muy amigo de Ruiz Amezcua, quien se empeña machaconamente en hacernos creer, en páginas y más páginas, y contra la evidencia, que las cartas de López-Morillas son extraordinarias, afectuosas, largas, repletas de sabiduría –y que por tanto merecen unas notas que, sobre repetitivas, resultan más de una vez incluso ridículas a fuer de hiperbólicas; además, y como tantos otros eruditos, Chicharro es un maestro en remachar en cientos de notas lo que con frecuencia no necesita explicación-. No, a despecho de los esfuerzos patéticos del editor del libro, lo que incluso traslucen las cartas del hispanista es impaciencia, una pizca de agobio ante los requerimientos del joven, una sensación cortés pero firme de que su tiempo es muy valioso y escaso, que sabe muy bien en qué emplearlo y que la cuota que puede dedicarle no pasa de unos minutos cada mucho, mucho tiempo.

Sin irse a otras lenguas, lee uno, por ejemplo, las cartas de Juan Valera, Pedro Salinas o Julio Cortázar, y se maravilla de la viveza narrativa y potencia reflexiva que sus autores pusieron en el género epistolar. Pero se leen estas de López-Morillas, que hoy hubiese mandado sin duda correos electrónicos, y asoman sentimientos muy diferentes, comenzando por una cierta melancolía, la que provoca una relación desigual en múltiples sentidos. No sólo en el talento, también en el interés, en la disponibilidad. Se me ocurre que aquí tiene un tema perfecto un novelista a la manera de Henry James. El maestro lejano y cortés, avaro de su tiempo vital ya escaso, el joven tesonero que, a lomos de la admiración, busca abrirse camino con denuedo en la sociedad literaria, y el estudioso que envuelve la materialidad modesta de unos textos en una construcción interesadamente fantasiosa.

19 junio 2007

Las verdades del Partido

No pude votar el 15 de junio de 1977. Aún no tenía 21 años. Pero bien liado que había estado en la campaña. Mi partido, el Euskadiko Mugimendu Komunista (para mí seguía siendo el Movimiento Comunista de España, con ese nombre me acerqué a él), se presentaba en Navarra dentro de una coalición, la Unión Navarra de Izquierdas, en parte porque había que agrupar fuerzas, en parte porque era uno de los muchos grupos o grupúsculos ilegales de ultraizquierda —Suárez no los legalizó hasta un mes después de los comicios—. Con el paraguas UNAI, si no recuerdo mal, se taparon también algunos independientes y ESEI, un partido abertzale y socialista (esto lo decíamos entonces sin reserva alguna), una cosita pequeña que pronto desapareció. En UNAI nosotros éramos los machacas, los obreros de la agitación y propaganda, pero el atractivo electoral lo aportaban los independientes. El número uno de la lista era el médico Javier Erice, que había sido alcalde de Pamplona un tiempo, hasta que, muerto ya Franco, el gobernador caído por aquí en 1975, más burro y malasombra todavía que el ferrolano muerto, lo destituyó por las bravas aprovechando el lío judicial de las casas de Nuin. La campaña fue eufórica, con picos tórridos como el mitin final en el Anaitasuna, y hubo momentos en que creímos que a UNAI le iban a corresponder dos o tres diputados como mínimo. Pero igual que en tantas otras cosas, nos equivocamos, si bien es verdad que Javier Erice, que conservaba un gran prestigio en la ciudad, estuvo a punto de ser diputado en Madrid. Le faltaron unos 500 votos. El resultado nos dejó entre estupefactos y doloridos. Al año siguiente, cuando mi fe ya se estaba resquebrajando, Miguel Angel Muez, otro mítico concejal rojeras de la ciudad que se iniciaba como yo en los arcanos del euskera, me confió con su característica acidez enfurruñada que menos mal que Erice no había sido elegido. Para bajarme del guindo dijo más cosas, todas poco caritativas con quien había sido nuestro hombre de cartel.

A mí me había metido en el partido un año antes quien acabaría siendo un prestigioso director de cine. En aquellos tiempos de plomo, supongo, quedaba lejos de sus sueños imaginar siquiera ese futuro. Yo hervía de inquietud política, me sentía moralmente obligado a saltar al activismo organizado y conocía un poco a gente del partido a la que admiraba por la claridad ideológica y la coherencia vital, así que cuando J. me invitó a formar parte de un grupo de simpatizantes que recibiría unas primeras lecciones de marxismo y leninismo, no lo dudé.

Tiempo atrás, el futuro cineasta había sido, fugazmente, mi profesor de electrónica, hasta que, me temo que harto, abandonó el colegio de curas donde se dedicaba a explicarnos el funcionamiento de los circuitos de transistores y las radios de válvulas. La tarde de incipiente primavera en que el grupo arrancó, como nos conocíamos me ofrecí para conducirlo al lugar de la reunión. Franco había muerto, pero la incertidumbre dominaba y la policía no cesaba de asestar crueles zarpazos, de modo que se acordó a través de J. que el contacto se hiciera, artificiosamente, mediante contraseña.

- ¿Sabe dónde está el seminario? –le pregunté al cineasta a las puertas de una pastelería cercana al piso donde debíamos ir-.

- En San Juan está la cárcel –respondió tranquilo mi ex-profesor—. Y, acto seguido, como había caído en quién era yo, me inquirió por los estudios y la marcha del colegio donde mi cuerpo ausente y aburrido reptaba por la electrónica.

La sede de nuestros conciliábulos era una residencia de estudiantes que mantenía el Arzobispado y que, al correr de los años, un político seductor y ladrón acabaría convirtiendo en un amplio piso de lujo merced a sus privilegiadas relaciones con el prelado. Éramos seis en el grupo, uno de ellos el estudiante al que invadimos el cuarto. Como en este únicamente había dos sillas, el resto nos sentábamos frente a frente en el par de camas que casi lo atestaban. El futuro director de cine hablaba con una voz más bien monótona, como si le habitara un cansancio mal disimulado. Yo sabía por J. que después de penosos avatares represivos, estaba reubicado en el partido en la condición de simpatizante dedicado a la formación, supongo que por decisión propia. Este estatus nos causaba sin embargo cierta pena, porque la categoría de militante, creíamos, era la mejor, la más elevada, y además el cineasta, pese al tedio que parecía recorrerle, poseía un discurso claro, preciso, pedagógico en el buen sentido de la expresión, o así nos lo parecía entonces, y en su boca las contradicciones en el seno del pueblo descritas por Mao, el carácter paradójicamente democrático de la dictadura del proletariado, la necesidad que Lenin había defendido de una férrea organización en el partido, el carácter secundario de la lucha antiimperalista en el estado español en virtud del espectacular desarrollo de la burguesía autóctona, o los dislates de palabra y obra de la ORT o los troskistas, eran evidencias absolutas que fluían con naturalidad y elegancia, ordenaban nuestro mundo ideológico y caían como lluvia mansa sobre el campo abonado de mi inquietud. Por eso puedo afirmar que sus palabras determinaron mi adscripción, me empujaron a dar el paso.

En el tiempo de las elecciones, quince meses después, yo continuaba siendo un don nadie en el EMK, apenas un modestísimo y entusiasta militante formado aprisa y corriendo en las juventudes. Pero uno de los dirigentes máximos del MCE (“a nivel estatal”, decíamos ya violentando a la lengua) era el camarada ‘Fermín Ibáñez’, nombre de guerra que escondía a Javier Ortiz, periodista que al correr de los años tuvo cargos en el periódico El Mundo. Ahora, aparte de haber escrito varios libros, entre ellos uno a mayor gloria de Ibarretxe, colabora en el tonto Pásalo de la ETB y sigue de columnista en el periódico de PedroJota.

Nuestro entusiasmo se sostenía a mediados del 77 sobre una ignorancia oceánica. Queríamos, claro, una democracia profunda, radical, “de verdad”, para lo cual, como mínimo, había que liquidar hasta el último vestigio del franquismo. Ello incluía la disolución de sus cuerpos represivos y la expulsión o jubilación de sus trabajos y de la vida pública de toda la cohorte de miles de repugnantes funcionarios de bigotillo, a los cuales, por mucho que se presentaran con la UCD, siempre imaginábamos vistiendo aún el traje azul. Las exigencias mínimas comprendían también una democracia económica avanzada, fórmula que, en su indefinición, nos hacía desear una gestión participativa en todas las empresas. Al fondo, claro, queríamos más, mucho más, que para algo éramos un partido marxista y leninista. Pero tras los comicios más de uno vio que el país dibujado por los resultados no correspondía ni de lejos al que habíamos tenido en mente. Yo, además, y en poco tiempo, por ejemplo leyendo algunos artículos de la revista El Viejo Topo sobre la burocracia autoritaria comunista o sobre la hasta entonces idealizada situación china, o la formidable y explosiva –al menos entonces- Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, entendí que la tradición marxista y leninista poseía unas sombras que entenebrecían fatalmente mis ideales. Sobre este punto podría extenderme sin fin, pero prefiero no hacerlo. Baste decir que ahora me parecen ya casi de dominio común ideas que en mi pequeño mundo eran entonces, por simple cerrazón y desconocimiento, pura herejía.

Este sábado pasado Javier Ortiz, nuestro viejo jefe (siempre debajo, faltaría más, de Eugenio del Río, el indiscutible secretario general), publicó en El Mundo una columna sobre la transición en la cual volvía a sostener que el franquismo triunfó incluso después de muerto, ya que “los principales partidos de la oposición democrática (...) vendieron el derecho a hacer justicia a cambio del plato de lentejas de su legalización inmediata”. La traición de estos partidos hizo posible que siguieran con “sus carreras políticas” y continuaran “con sus negocios, muchas veces basados en el expolio, quienes habían atenazado y sangrado al pueblo durante 40 años”. O sea, sostiene Ortiz, que la transición fue una bazofia, y no porque las apetencias de la inmensa mayoría de los españoles no fueran radicales ni mucho menos revolucionarias, sino, simplemente, por la felonía de las camarillas dirigentes de los partidos que entonces llamábamos, con infinito desprecio, “reformistas”. Que llamábamos y que Ortiz, queda claro, sigue llamando.

Ortiz está en su derecho a sentirse decepcionado por el rumbo de la democracia española en estos treinta años. Puede seguir soñando y negándose a una reconciliación con la realidad. Me resulta más desalentador que no se atreva a lo que en el fondo debería hacer: despreciar a la gente, a “las masas” conformistas, insultar a todo cristo por no ser revolucionario y amante de Lenin, Marx y Robespierre. En cambio, nos sigue contando la milonga de la historia como un cuento de buenos revolucionarios y malos reformistas, estos últimos vendeobreros y traidores a todo aquello que, en su obstinación, cree que “el pueblo” deseaba “de verdad” a la muerte del dictador. Supongo que Ortiz, hombre culto, habrá leído varios de los muchos libros que hay sobre la situación económica, social y cultural que el franquismo fue creando casi a su pesar, y la influencia de esa estructura en la conformación de una conciencia democrática, pero moderada y reformista, en la mayoría de las gentes, o sobre lo que revelan los comportamientos electorales de estos treinta años, o sobre las dificultades reales, nada teóricas, que presentan los proyectos de democracia “participativa”, radical y depuradora que alientan en su retórica. Pero a la hora de la verdad no se le notan gran cosa esas lecturas. Sigue siendo el camarada Fermín Ibáñez. Y no atisbo ninguna grandeza, lo siento, en su coherencia en el error. Leyéndole el otro día, me vi de nuevo como el ilusionado camarada que devoraba Servir al pueblo, aquel órgano del comité central que a los de la base del MCE nos mostraba, esquemática y quincenalmente, el camino de la verdad.

17 junio 2007

Politizar

Viernes 15. Reunión del Comité Regional del PSN del viernes (y no un seminario universitario sobre el románico en la Valdorba, por ejemplo). Se comenta la elección del alcalde socialista de Sartaguda con el apoyo de Batasuna -abandonemos la estupidez de hablar de ANV, partido que desapareció hace muchos años-. “Las voces más críticas” con la amenaza de expulsión del partido aprovechan la ocasión para “apoyar anímicamente” al candidato (¡la manía actual de psicologizar todo!) y “hacer público su malestar por todo lo sucedido esta semana y por la forma en la que se ha politizado”. ¿Politizado? ¿Atribuyo esta majadería a la impericia profesional del periodista?

13 junio 2007

La memoria selectiva de Mircea Eliade (II)

En 1991, el también escritor rumano Norman Manea, exiliado años antes en Estados Unidos para eludir la persecución del régimen de Ceaucescu, escribió un largo artículo, Felix Culpa, sobre las posturas políticas defendidas por Mircea Eliae en la Rumania de los años treinta, y también acerca de las que sostuvo de forma mucho más velada años después. El texto de Manea, que puede leerse en castellano dentro del volumen Payasos. El dictador y el artista (Tusquets), nació de la indignación provocada por la lectura de las memorias y diarios de Eliade. La gran figura rumana podía haber evitado cualquier tipo de evocación biográfica. Sin embargo, publicó varios volúmenes de diarios y dos de memorias porque, escribe Manea, “consideraba su vida relevante y significativa”. Sólo que, como ya señalé en la primera entrada, lo que a Eliade le gusta consignar y recordar, y de ahí la indignación de Manea y de otros muchos, se halla cuidadosa y arteramente mutilado.

Al correr de los años, Eliade recuerda, pero asimismo olvida. Por ejemplo, sus artículos de santificación de los “mártires” del bando de Franco en nuestra guerra, o sus ditirambos a Oliveira Salazar, el dictador portugués sobre el que Eliade incluso redactó todo un exaltado libro. O bien sus juicios sobre Mussolini: “Me tiene completamente sin cuidado si Mussolini es o no un tirano. Me interesa una sola cosa: que este hombre ha transformado en quince años Italia, haciendo de un estado de tercer orden, una de las potencias del mundo actual”.

Pero, sobre todo, Eliade soslaya al correr de los años su adhesión ardorosa al movimiento legionario de la Guardia de Hierro, el principal grupo fascista rumano, una cuadrilla que especialmente durante la Segunda Guerra Mundial ratificó con numerosos crímenes su alineamiento con los nazis y su feroz antisemitismo. Eliade colaboró en los años 1936-1937 –no era pues ningún jovenzuelo, llevaba quince años escribiendo y publicando- con la prensa afín a este grupo, y sus escritos de entonces están poseídos de un nacionalismo extremista y militante, un nacionalismo “cristiano” y “moral” que por ello mismo se proclamaba violentamente antisemita. Eliade desató su pluma en la esperanza de “una Rumania nacionalista, una Rumania delirante y chovinista, armada y vigorosa, implacable y vengadora”, una Rumania, dice el escritor, que debe “superar la democracia”, que “está empezando con muchos miles de años de retraso y sólo acabará con el Apocalipsis”, y que se liberará del yugo humillante de “los húngaros, el pueblo más imbécil que existe en la Historia después de los búlgaros” para construir una “Transilvania heroica y mártir”. Frente a estas ilusiones, Eliade volcó su desprecio en la impotente y pronto liquidada democracia rumana del momento y se preocupó por los avances demográficos “del elemento eslavo” o de los judíos; éstos, denunció, habían ocupado grandes regiones del país.

Mircea Eliade tuvo un maestro intelectual clave en su fascismo: el filósofo Nae Ionescu, el cual es ensalzado constantemente en las memorias. Pero no nos enteramos, con la de páginas que le dedica, de que se trataba de un hombre de la extrema derecha. Tampoco queda claro que cuando en 1938 algunos dirigentes de la Guardia de Hierro, incluido Nae Ionescu, fueron detenidos, el propio Eliade corrió la misma suerte dos o tres semanas después, o de que en 1940, cuando Rumania entró en guerra como aliado de Alemania, Eliade tuvo que dejar su puesto de agregado cultural en la embajada en Londres y salir apresuradamente hacia Lisboa, ciudad amiga en la que disfrutó del mismo cargo y donde, ya lo he dicho, ejerció gustosamente de propagandista del dictador Oliveira –en castellano Kairós editó el llamado Diario portugués, una selección de las anotaciones de ese tiempo-.

Únicamente en sus diarios postreros, cuando se encuentra con denuncias basadas en pruebas irrefutables, Eliade se refiere muy levemente al asunto, henchido de un desdén que justifica en su creencia de que es víctima de oscuras maniobras, orquestadas, está convencido, por el Estado de Israel, o tal vez, cree, dirigidas a impedir que le concedan el Premio Nobel. Es más, Eliade tuvo la curiosa capacidad de hacer de la necesidad virtud, y consideró que el hecho de haber sido discípulo de Nae Ionescu, un hombre de extrema derecha, había resultado una especie de felix culpa (de culpa feliz): “sin aquella felix culpa me habría quedado en Rumania. En el mejor de los casos, habría muerto de tuberculosis en alguna cárcel”. Suerte la suya, sin duda: el fascismo, su implicación ideológica y política con el fascismo rumano, le salvó del comunismo

“Los testimonios sobre la tragedia totalitaria vienen de parte de las víctimas, raras veces de parte de los culpables” apunta Manea. Eliade, desde luego, nunca quiso analizar esta dimensión de su pasado, ni mucho menos aceptarla críticamente, y eso que hubiese podido alegar que su responsabilidad era sólo ideológica, no directamente criminal. Su silencio obstinado, análogo en cierta manera al de Heidegger y otros intelectuales fascinados por la tentación totalitaria, se vio acompañado, aquí y allí, de pinceladas escépticas sobre el modelo de democracia occidental. Afable, hospitalario y cosmopolita, mantuvo no obstante hasta su muerte una “una visión tradicionalista, conservadora, escéptica con la democracia y la modernidad, ligada a lo étnico y a los valores espirituales del lugar”. Hasta tal punto fue así que ni siquera salió de su boca la más pequeña crítica al principal líder de la Guardia de Hierro, Codreanu, un sujeto “de acción”, violentamente antisemita y antidemócrata, culpable de crímenes odiosos y de terrorismo político. Antes bien, como dice Manea, “todavía fascinado por el “éxito” electoral de éste, omite hablar de los asesinatos del mártir, no vacilando incluso en identificarse con su “generación”, más aún, con su destino político”. Eliade, ha escrito Seymour Cain, “no reniega nunca de su lealtad ideológica hacia el movimiento legionario y ve su declive y hundimiento como una tragedia rumana: más como el resultado inevitable de su ingenuidad política que como algo bueno”.

El nazismo, se ha repetido ya mil veces, no es un episodio más en la historia de la humanidad, en el itinerario del mal. Su gravedad y singularidad han sido subrayadas por muchos supervivientes y estudiosos. Por eso no resulta ocioso volver a la cuestión de las responsabilidades de quienes lo protagonizaron, y también a las de quienes de manera tal vez ingenua pero entusiasta prepararon el clima ideológico y moral que condujo a los crímenes. Por eso la actuación de Mircea Eliade, y su pertinaz silencio posterior, merecen todavía hoy ser evaluadas, a los cien años de su nacimiento. Como dice Manea, “en el silencio hay una elocuencia, además de una dignidad; en la evasiva hay delicadeza y no sólo cautela; pero en el silencio y en la evasiva hay también bastantes aspectos reprobables. ¿Por qué no se repudian públicamente las antiguas convicciones, por qué no se denuncian los horrores, por qué no se revelan los mecanismos de mistificación y no se acepta la culpabilidad? Debe de haber muy pocos que tengan la lucidez y el valor para hacerlo. Son casos raros y ejemplares que merecen que se les reconozca verdaderamente como casos de conciencia. Únicamente el reconocimiento del error puede respaldar una ruptura auténtica con ese error. ¿Acaso no es la honestidad, a fin de cuentas, el enemigo mortal del totalitarismo? ¿Y no es la conciencia (el examen crítico de las preguntas incómodas, es decir, el compromiso ético y lúcido) la prueba última del distanciamiento de las fuerzas corruptas de la ideología totalitaria?”

12 junio 2007

Mandar y no mandar

Lee uno la entrevista de ayer al filósofo Luc Ferry (invito a sus libros: siempre merecen la pena) y brota la admiración: ¡qué suerte los franceses, un ministro de educación como él! ¿Por qué aquí, en comparación con la capacidad analítica de Ferry, cualquier ministro o ministra del ramo, y de cualquier partido, parece tan poca cosa? Claro que pronto acude a la memoria un intelectual de la talla de Jorge Semprún, pero también su anodino y perfectamente prescindible periodo ministeril, y se desvanece cualquier asomo de entusiasmo por la quimera del rey filósofo. Y eso que Ferry da la clave de la inevitable decepción: “La experiencia más fuerte que tienes cuando llegas al poder es que no tienes poder. El proceso se nos escapa. Tenemos las apariencias del poder: coches, banderas... Como mucho, un ministro puede alegrar o fastidiar la vida de 300 personas, ahí se acaba todo. Si alguien moviera los hilos de la marioneta, como creen los militantes antiglobalización, estaríamos de enhorabuena. La lógica del mercado es anónima y ciega. Los políticos tienen ahora mucho menos poder que hace cuarenta años.”

11 junio 2007

La esperanza

No me importaría que este blog llevara el subtítulo implícito de “Ejercicios de admiración”, honorable título que recuerdo que Cioran colocó a uno de sus libros. Qué mejor que admirar a quien se lo merece si se trata de aprender y elevarse –otra cosa, ay, es que se consiga-. Hoy, Félix de Azúa publica en El País un artículo formidable sobre Joaquim Jordá y la esperanza, “un soberbio animal, da gusto verla”. Azúa, mi profesor en Zorroaga durante dos cursos a principios de los ochenta, cada día es mejor escritor y pensador. Los años, al contrario que a otros, sí le han hecho más sabio. Incluso parece, por lo que escribe y sus actitudes cívicas, mucha mejor persona. Bendita madurez de algunos hombres a los que cada día admiro más.

08 junio 2007

La memoria selectiva de Mircea Eliade (I)

La Vanguardia incluía hace poco un largo artículo del responsable de su suplemento cultural, Sergio Vila-Sanjuán, sobre Mircea Eliade, “la figura más universal de la cultura rumana”. Eliade fue, más allá de cualquier limitación nacional, un erudito, un hombre enciclopédico de gigantesca estatura intelectual que publicó infinidad de artículos y más de cincuenta libros entre novelas, diarios, ensayos, obras de filosofía y otras de su especialidad más reconocida, la teoría e historia de las religiones. Su obra más célebre tal vez sea la monumental Historia de las creencias y de las ideas religiosas, escrita en los Estados Unidos (hay traducción castellana hace años). Y es que desde que abandonó definitivamente Rumania en 1940, Eliade residió en varios países, hasta terminar como respetadísimo catedrático en Chicago. Allí murió en 1986.

Me llamó la atención del texto de Vila-Sanjuán que éste, trayendo a colación los dos volúmenes de memorias que el rumano dio a la imprenta, afirme que el primero, Las promesas del equinoccio, que cuenta los primeros treinta años de la vida de Mircea Eliade (1907-1937), es “un gran libro”, mientras que el segundo, Las promesas del solsticio, “resulta mucho más convencional e insincero”. No conozco este último, pero el primero, que leí y anoté esforzadamente hace unos años, con gran empeño, no es verdad que sea un gran libro. La convencionalidad e insinceridad se enseñorean de él. Eliade fue el gran intelectual del que quedarán obras muy relevantes, pero como memorialista (y también como diarista, por cierto, aunque ahora aparco esa faceta) deja mucho que desear: sus libros están sembrados de oscuridades y trampas.

Son memorias llenas de detalles, pero pocos de estos resultan verdaderamente vibrantes o sabrosos. Además, faltan elementos fundamentales, informaciones y explicaciones que hubieran dado sentido a lo que aparece y hubiesen servido para que muchos datos se entendieran cabalmente. No se comprende muy bien, por ejemplo, con la información ofrecida, cuál fue su proceso de formación y evolución ideológica. No escribió el rumano su autobiografía intelectual, omisión que, teniendo en cuenta su personalidad, resulta muy llamativa. Los saltos en su formación, los huecos, son demasiado visibles. Apenas asoma la atmósfera de ideas en que respira el autor en su adolescencia y juventud. Y tampoco se explica muy bien el alcance preciso de su interés por la religión. Desde luego parece superlativo, pero ni sabemos cuándo brota, ni si contribuye una notable influencia familiar, ni si es un hombre de prácticas. Particularmente decepcionante me pareció el recuento de su larga estancia en la India, país donde Eliade vivió varios años de su juventud y que, a tenor de su obra posterior, le marcó profundamente. Se escamotean, en fin, señales decisivas sobre sus opciones en el terreno del pensamiento, y no digamos sobre los grupos políticos que apoyó en la Rumania de ese primer tercio de siglo. (Dejo para la segunda parte de esta entrada del blog el punto clave de la acción política de Eliade en la Rumania de los años treinta, la omisión más artera de sus memorias.)

Queda claro, sin embargo, que Mircea Eliade fue ante todo y por encima de todo un hombre de libros, hasta el punto de que una ensayista americana que lo conoció muy bien, Wendy Doniger, llega a afirmar que para él “primero están los libros, luego los hombres”. Y cuando se acercaba su muerte, dice Norman Manea, “el drama del cercano final se proyecta más sobre los libros que ya no podrá escribir que sobre los hombres de los que se va a separar”. En las memorias resulta muy llamativa, desde luego, su portentosa capacidad, hasta la extenuación, para emprender mil y una tareas. El joven intelectual lee libros de las más variadas materias (singularmente filosofía, literatura clásica y moderna, historia, historia de las religiones, métodos de idiomas, etc.) y escribe sin cesar: un diario íntimo, miles de artículos, ensayos y novelas extremadamente ambiciosas de intención que tratan de explicar la esencia de la adolescencia, de la juventud, de la historia humana y del cosmos. También le queda tiempo al rumano para practicar los deportes más exigentes, agotadores y arriesgados, para las charlas con amigos y para los escarceos amorosos.

Este programa tan vasto lo desarrolla Mircea Eliade gracias a que se acostumbra a dormir desde su adolescencia una media de cuatro horas diarias (intentó que fueran sólo dos, pero fracasó en el esfuerzo). De hecho, sus primeros trabajos publicados los escribe sólo con quince años, y para cuando viaja a la India, a sus veinte, Eliade ha dado a la luz cientos de artículos -que cuidadosamente contabiliza- y escrito varias novelas inconclusas y que no llegan a editarse. Mientras permanece en la India, Eliade logra publicar sus primeros libros, y a partir de su vuelta su obra editada es regular y sostenida.

Para Eliade no existe la fatiga, la atracción por la pasividad o la caída en la esterilidad. Su voluntad está siempre a la altura de sus pretensiones de escritor de obras monumentales, enciclopédicas. No conoce los desfallecimientos prolongados. Sus decepciones, amargas en ocasiones, le insuflan nuevos bríos, le lanzan hacia nuevos proyectos, siquiera sea con el motor de la envidia o con el de decir por escrito todo lo que no ha sido capaz de mostrar verbalmente, o en general en su vida cotidiana.

Otro aspecto que destaca es su aversión a los estudios académicos. Son numerosos los pasajes en que se detiene en diversos conflictos con profesores que no comprenden sus aspiraciones, o que abusan de su autoridad, le suspenden, le insultan e incluso lo abofetean, con el agravante de que no son ni de lejos los maestros que Eliade busca y exige. Muchas veces, y ya desde su infancia, se ve obligado a estudiar cosas que no le interesan lo más mínimo o que él ya ha aprendido por su cuenta. Resultado de este divorcio con la vida académica son, desde su infancia, las frecuentes faltas de asistencia, la errancia por solares y descampados para jugar con golfillos y, en especial, su formación en gran medida autodidacta. Eso sí, fiel a su inclinación por la veladura, no acaba de enterarse el lector de si Eliade consiguió o no títulos académicos.

Han sido muchos los que han tratado de aclarar el grado de implicación del rumano en la política rumana de los años treinta, su nivel de militancia en el tristemente célebre grupo fascista de la Guardia de Hierro, que colaboró de manera entusiasta en los crímenes nazis de la guerra. Pero esta cuestión merece una segunda parte.

04 junio 2007

Comparando

Juan Fernando López Aguilar se muestra en El País de hoy muy digno e indignado porque, pese a haber sido, en las elecciones canarias, la lista encabezada por él la más votada al lograr 26 escaños, puede quedarse sin la presidencia del gobierno de las Islas, toda vez que Coalición Canaria y el Partido Popular sumarían juntos una mayoría absoluta de 34 diputados. Esta eventualidad irrita al guapo aspirante hasta el extremo de dictaminar que la unión de los otros dos partidos en legislaturas anteriores ha causado “perjuicios muy severos al crédito de las instituciones y a quienes la practicaron”. Ahora, su deseo ferviente de gobernar allí (para eso dejó a regañadientes de ser ministro de Justicia) debería satisfacerse. Así, sostiene López, tendría cauce el “mensaje de cambio y la esperanza que ha suscitado en la ciudadanía la oferta que he hecho para gobernar Canarias de otra manera”. Cualquier solución que no le coloque a él en la presidencia le parece “una farsa”.

En pura coherencia, la situación navarra enfurecería a López Aguilar, ya que se prepara un gobierno de muchos partidos que en total sólo tendrá dos parlamentarios más que sus adversarios. Aquí lo de respetar a la lista de UPN, que por muchos cuerpos ha sido la más votada, les parece a los socios del futuro gobierno un sinsentido que conspira contra el ambiguo y polivalente “mensaje de cambio”, una expresión-chicle que se moldea en cualquier dirección. Dicen que las comparaciones son odiosas. Sí, sobre todo cuando hacerlas no conviene a nuestros intereses.

Hay actitudes en las que todos coinciden. Veo en el mismo periódico que Coalición Canaria asegura que no pactará con López Aguilar mientras éste no retire los insultos a su partido. Algo similar dijo ZP respecto a los socialistas navarros. A los políticos les chifla jugar a ser niños enfurruñados. “Tú dijistes...”, gritábamos entre pucheros cuando yo era chaval. Menos mal que López Aguilar desmiente mis barruntos de infantilismo. Los socialistas, levanta la voz, “somos más viejos y más sabios”. ¿Dónde? ¿Puedo comparar también en este punto?

03 junio 2007

Para discutir

"Definitivamente, me decía, no hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como éste. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la "ley del mercado". En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de sociedad. A nivel económico, Raphael Tisserand está en el campo de los vencedores; a nivel sexual, en el de los vencidos. Algunos ganan en ambos tableros; otros pierden en los dos. Las empresas se pelean por algunos jóvenes diplomados; las mujeres se pelean por algunos jóvenes; los hombres se pelean por algunas jóvenes; hay mucha confusión, mucha agitación."

Michel Houellebecq
Ampliación del campo de batalla

02 junio 2007

Escribir en la universidad

Escribía el otro día Martí Domínguez en La Vanguardia, recordando a Eugenio d’Ors, que éste se indigna en una de sus glosas “ante la falta de ambición literaria de los científicos, y les recuerda la cita de Condillac de que la ciencia no es más que un lenguaje bien hecho”. Pero el propio Domínguez, profesor universitario, científico y novelista en catalán, lamenta melancólicamente que casi cien años después de las palabras de d’Ors, las cosas no hayan cambiado mucho.”Incluso han empeorado: el científico escribe poco, en general mal, y muy pocas veces en los medios de comunicación. El hombre de ciencia vive ajeno a la prensa y cuando participa en algún medio a menudo es para dar cuenta de sus desvelos y dificultades económicas de investigación”.

En la empresa universitaria en que trabajo estas apreciaciones de Domínguez se confirman con una crudeza lindante con la brutalidad. No pasan de dos (la cifra no es metafórica, aseguro que son sólo dos) los hombres de ciencia o tecnología (amplia mayoría en la institución, por cierto) que opinan en los medios de comunicación sobre temas de su ámbito –en las ciencias humanas y sociales son, también sin metáforas, y esporádicamente, cuatro, un número, digamos, tampoco mareante-. En cuanto a la calidad de la escritura... Estoy obligado desde hace varios años a leer diariamente escritos “científicos” y “materiales docentes”. Pues bien, recuerdo, y atesoro, los de cierto matemático que, sin ambición literaria, sabe imprimirles una viveza y elegancia expositiva que desde el primer momento me llamó la atención. Uno, digo, y lo registro con muy poco temor a quedarme injustamente corto.

Pregunta retórica: ¿es normal ejercer de profesor universitario y no saber juntar palabras con dignidad, claridad y atención a los detalles sintácticos y léxicos?