10 octubre 2007

Sólo los vi una vez (I)

El mes pasado murieron en muy pocos días dos hombres a los que sólo vi una vez en mi vida. Su recuerdo, sin embargo, volvió nítido, preciso y admirativo en cuanto leí la primera de las varias necrológicas que ambos merecieron en distintos medios. Hay personas que nos acompañan muchos años, familiares, amigos, amantes, y que son testigos y a veces actores decisivos en nuestro tránsito. Otras pasan muy fugazmente, pero dejan en nosotros un poso, algo que desafía nuestras mudanzas vitales más drásticas, y que resiste, por escondido y pequeño que sea, los cambios más violentos de ideas, de gustos, de escenarios. Algo, en suma, que igual no es más que un cierto estilo, una presencia y una voz, unos gestos, o la nostalgia de algo que en los cambios al correr del tiempo hemos perdido sin remedio pero no podemos dejar de añorar.

Pedro Espinosa. El curso 1977-78 repetí sexto de piano en el Conservatorio de Pamplona. En mi penúltima oportunidad de superar el curso, la de junio, me preparé, no sin muchos temores, para el examen final. Entonces era norma que el día señalado, en junio, nos juzgara un tribunal. Alcanzar ese nivel tan relativamente elevado en la carrera no significaba para mí gran cosa. Los cinco primeros cursos mi profesor había sido un hombre distraído, casi ajeno a nuestra suerte como ejecutantes. Le llamaban mucho más las menudencias de la ciudad, sobre las que inquiría en clase a cualquiera. Este hombre, olvidado de cualquier exigencia, toleró que mi técnica en el teclado se enfangara en el desastre mientras regalaba sobresalientes con alegría. La profesora que le sucedió en sexto aullaba ante mis vicios de posición.

En el claustro del Conservatorio había muchos curas y militares. Y casi todos los docentes, incluidas las señoras de avanzada edad que enseñaban piano y canto, tenían de la pedagogía musical una idea extraviada. Los castigos físicos eran habituales en el solfeo (¡a cuántos compañeros recuerdo de rodillas horas enteras!), aunque mucho más dañina resultaba la altanería y hasta el desprecio que diseminaban quienes se aburrían a muerte entre chavales. Por ejemplo, el santón de la Coral de Cámara de Pamplona, el notable (músico) Luis Morondo.

Para el examen de sexto, en junio de 1977, a trancas y barrancas había preparado las piezas que podían corresponderme en sorteo. El día de la gran prueba, el tribunal estaba presidido por Pedro Espinosa. Al pianista canario yo sólo lo había visto un par de veces en foto, nunca en clase ni siquiera por los pasillos del edificio. Pero su nombre no me era nada ajeno: sabía ya por entonces que se trataba de un músico extraordinario que, además, se arriesgaba con las composiciones más vanguardistas y endemoniadas.

¿Cómo es que había caído Pedro Espinosa por Pamplona? Supongo que, aparte de para ganarse la vida con una dosis de seguridad, la pequeña ciudad hacía de escalón en el acceso a conservatorios de más entidad. O bien, no lo sé, era amigo de Pascual Rodríguez Aldave, entonces director del centro (otro que tal, como Morondo), o conocía a don Fernando Remacha, el antecesor de Aldave en el cargo, que en 1977 vivía ya retirado, con el parkinson minándolo sin compasión. Pero la presencia de Espinosa en la escuela de música de una capital de tercer orden era llamativa, un punto estridente incluso. (El contraste entre su estatura artística y el hecho mismo de que tuviera que ganarse la vida en Pamplona no era nada, con todo, si pensamos en una escena que he recordado e imaginado con frecuencia en sus detalles: un músico como don Fernando Remacha viviendo y trabajando, en lo más tenebroso del franquismo, los años cuarenta y cincuenta, en la ferretería familiar de Tudela, después de haber exprimido en Madrid antes de la guerra su época más creativa e intensa. La etapa tudelana de don Fernando se me figura la versión más hirsuta del tantas veces mentado exilio interior.)

Aquel día de junio de 1977 yo temblaba pensando en lo inevitable de mostrar mis torpezas ante una autoridad como Espinosa. Él, alto, calvo, corpulento y muy amable, dijo algunas palabras más bien protocolarias y me invitó a sentarme ante el piano. Tras ejecutar sórdidamente las obras que me habían corrrespondido, me aparté del teclado imaginando que el mismo pianista canario, tan largo como era, se iba a incorporar para darme un bofetón por el brutal ataque a Bach y Debussy que allí se había perpetrado. Se limitó sin embargo a despedirme con una media y educada sonrisa. A los pocos días comprobé estupefacto que me habían aprobado con holgura.

¿Desinterés de Espinosa por nuestra suerte? ¿Deseo de no enemistarse con la profesora que había permitido que llegáramos hasta el final sin la suficiente preparación? ¿Convencimiento de que nuestras raquítica destreza en el piano no podía hacer mal a nadie, liberada como estaba de cualquier vanidad o ilusión de llegar a algo en ese camino?

Ahora Pedro Espinosa ha muerto, y he leído estos días muchas necrológicas donde se recuerda su enorme calidad interpretativa, su vocación pedagógica, su magisterio entre tantos músicos. Yo no volví a verlo en la ciudad tras aquel examen, y ni siquiera sé cuántos años continuó enseñando en Pamplona. Pero más de una vez he lucubrado sobre el sentido de su actitud aquel día, en aquel conservatorio en el cual no sé cuál era su lugar. Me quedó la duda, y también el recuerdo de su leve sonrisa tras mi examen, de la elegancia serena que transmitía el pianista obligado a juzgar a torpes jovenzuelos.