03 noviembre 2008

Montaigne en Tudela

Los miércoles doy una clase en Tudela. Mis alumnas (todos los años las mujeres son una abrumadora mayoría; los hombres no sé dónde andan) son mayores, alegres, participativas, inquietas. Han leído poco, y por ello hay que elegir con cuidado los objetivos de la asignatura, los contenidos y hasta el mismo tono. Pero sus ganas de estudiar, aprender y leer ilusionan a cualquiera –al menos a cualquiera a quien enseñar y aprender no le resulten tareas tediosas o rutinarias-. Aborrezco conducir, y más en invierno y de noche, y llego a Tudela cansado, bien cargado de cafés para evitar distraerme en la autopista. Pero las dos horas que pasamos juntos desdeñan las incomodidades, resultan provechosas y estimulantes, para ellas y para mí.

Desde el principio decidí que, junto a los literatos de los siglos XVI, XVII y XVIII que marca el programa oficial de la materia, iba a dedicar un día a Los ensayos de Michel de Montaigne, lo cual no sé si es muy ortodoxo en un programa en el cual debemos hablar de novelas, poemas y dramas. Pero ese escrúpulo me parece irrelevante, entre otros muchos motivos por lo pertinente que resulta conocer el ensayo, lo que de específico posee esta forma de escritura. Además, Montaigne, lo he comprobado, ejerce un poderoso efecto sobre mis alumnas, aunque sólo lleguemos a él en unos pocos fragmentos. Y es que, como apunta Antoine Compagnon en el prólogo de la magnífica edición que publicó El Acantilado, “junto al Montaigne de la escuela, el Montaigne de los profesores, hay otro Montaigne que cuenta más, el de los lectores capaces. Éstos lo comprenden a su manera, aunque, en el fondo, lo que todos buscan, generación tras generación, no sea más que un poco de ‘sabiduría humana’, una ética de la buena vida, una moral de la vida pública así como de la vida privada”.

Los escritos de Michel de Montaigne no son tratados perfectamente cerrados. El de Burdeos no fue un pensador sistemático; además estaba radicalmente en contra de la jerga, las reglas estrictas, la grandilocuencia y la afectación. Son escritos en los que habla mucho de sí mismo, y pone en cuestión lo que otros dan por cierto, y hace todo tipo de digresiones. Son, y se nota, el intento del autor de captarse a sí mismo en el acto de pensar y escribir: ofrecen el progreso del pensamiento más que sus conclusiones. Por eso Montaigne los llamó ensayos: esfuerzos, tentativas, experiencias.

Los ensayos de Montaigne están atestados de citas, cerca de mil cuatrocientas, que convocan ejemplos, pensamientos de otros, fragmentos cogidos aquí y allá, en especial en los clásicos latinos, a los que Montaigne veneraba -es más, hubiera preferido vivir en la época gloriosa de Roma que en la Francia que padeció, dividida por sangrientas guerras de religión-. Claro que las citas, reconoce Compagnon, “igual que los añadidos, distienden los razonamientos al acumularse; enturbian el pensamiento porque algunas veces lo confirman, pero otras también lo impugnan y lo desorientan. El lector actual ya no sabe muy bien cómo comportarse frente a esas citas. El lector común –yo mismo— tiene tendencia a saltarse las citas, como si no formaran parte del pensamiento del autor, como si constituyeran una sobrecarga”.

Pero ya digo que lo que nos interesa de Montaigne en clase es la ‘sabiduría humana’, su moral de la vida pública y privada. Y como ejemplo vigoroso de su pensamiento hemos leído el ensayo sobre la soledad, incluido en el libro primero. Para no distraernos, suprimo en la versión que les entrego las citas y simplifico algo más, muy poco, la traducción de Jordi Bayod aparecida en la editorial El Acantilado. Lo que ha quedado, lo esencial de la indagación de Montaigne, llena de estoicismo, de defensa de una vida guiada por la razón que busca la serenidad gustosa, da lugar, tras una lectura cuidadosa del texto, a una viva discusión. ¿Hasta qué punto el discurso de Montaigne es necesario, o conveniente? ¿Es posible alcanzar tal estado de autarquía y calma vital? ¿Qué peso tienen en nuestra vida las pasiones y las relaciones con los demás? ¿Cuál es el sentido que otorga Montaigne a la soledad?

Las dos horas no agotan, por supuesto, los interrogantes que brotan. Pero no importa. Y tampoco me da miedo haber incurrido en el pecado de la simplificación de un ensayo, el de Montaigne, lleno de matices y sinuosidades. Vuelvo de nuevo a Antoine Compagnon: “Un gran texto sobrevive a los azares de sus lecturas. Se ha leído todo lo que se ha querido en Los ensayos, y está muy bien así: es una prueba de la fuerza de la literatura. Si dejamos de discutir a propósito de su sentido y de su contrasentido, quiere decir que se nos vuelve indiferente. No seré yo, pues, quien se lamente del uso ni del abuso que se hace de Los ensayos, a menudo a pesar de su contexto. Me inquietaría más que se dejara de interpretarlos en contra de ellos, porque esto significaría que ya no nos hablan. La mejor defensa de la literatura es la apropiación, no el respeto estremecido”.

Postdata: “Es inevitable que el alma se recoja y se asile en sí misma: tal es lo que constituye la soledad verdadera, que puede gozarse en medio de las ciudades y de los palacios, pero que se disfruta, sin embargo, con mayor comodidad en el aislamiento. Y pues tratamos de vivir solos, prescindiendo de toda compañía, hagamos que nuestro contento dependa únicamente de nosotros. Desprendámonos de todo lazo que nos sujete a los demás; ganemos conscientemente el arte de vivir conforme a nuestra satisfacción.

Tenga quien pueda, y en buen hora, mujeres, hijos, bienes, y sobre todo salud. Mas no se ligue a ellos de tal suerte que en su posesión radique su dicha. Es necesario reservar una trastienda que nos pertenezca por entero, en la cual podamos establecer nuestra libertad verdadera, nuestro principal retiro y soledad. En ella precisa buscar nuestro ordinario mantenimiento moral, sacándolo de recursos propios, de tal suerte que ninguna comunicación ni influencia ajenas alteren nuestro propósito. Hay que discurrir y reír como si no tuviéramos mujer, hijos, bienes ni criados, a fin de que cuando llegue el momento de perderlos no nos sorprenda su falta. Tenemos un alma que puede replegarse en sí misma; ella sola es capaz de acompañarse; ella sola puede atacar y defenderse, puede ofrecer y recibir. No temamos, pues, en esta soledad, que la ociosidad fastidiosa nos apoltrone”.

“Retírate en tu interior, pero primero prepárate para acogerte. Sería una locura confiarte a ti mismo si no te sabes gobernar. Uno puede equivocarse tanto en la soledad como en la compañía. Hasta que no te hayas vuelto tal que no oses tropezar ante ti, y hasta que no sientas vergüenza y respeto por ti mismo, ten siempre a la vista ejemplos reales de virtud. Sin apartar la vista de ellos examina tus actos; si éstos no son rectos, la reverencia de aquellos varones te conducirá al buen camino. Ellos te sostendrán en la dirección verdadera, que no consiste sino en contentaros de vosotros mismos, en no buscar nada que de vosotros no provenga, en detener y sujetar vuestra alma en el recogimiento, donde pueda encontrar su encanto”. (Montaigne. Los ensayos)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy seguro de que esas clases tienen que ser una gozada.
De una parte saber que -eres- solo y de otra disfrutar, quizás más por eso mismo, de la compañia de los otros.
Y todos intentando que funcione el respeto y la inteligencia.
Seguro, una gozada.
Salud
El peri

Passy dijo...

Bastante más interesante que las escasas líneas que Vila-Matas dedica al hijo de Pierre Eyquem. ¡Ay! qué disgustos.