04 octubre 2011

Javier López de Munáin

El otro día el Diario de Navarra traía una entrevista (magnífica, por cierto) con Javier López de Munáin, el librero pamplonés de El Parnasillo. Conozco, aprecio y admiro a Javier hace muchos años. En 2003, cuando me habló Jesús Arana de un monográfico en la revista TK sobre librerías, propuse enseguida encargarme de una larga entrevista a Javier, cabeza visible y maestro de ceremonias en esa librería. Gracias a la tarea, pasé una tarde formidable de verano con este librero en la cual, repasando su trayectoria desde 1970, cuando comenzó a trabajar en otra librería, Andrómeda, brillaron su conocimiento del oficio, su gracia, su hondura, su sinceridad. Luego disfruté reconstruyendo sus palabras (y podando muchas partes de la charla, ay), para quitarme de enmedio en el texto final y cederle el protagonismo único.

Nunca he sido cliente monógamo de El Parnasillo, no tengo cuenta en ella. He preferido siempre moverme a mi aire entre las librerías de la ciudad, ser promiscuo, vagabundear, comprar, mirar en casi todas, a ser posible agazapado en el anonimato y el silencio. Pese a ello, en El Parnasillo he pasado más tiempo de mi vida que en cualquier otro comercio de la ciudad (si exceptuamos los cafeterías donde desayuno). Y me atrevo a decir que, aun con las infidelidades que me he permitido mil veces, El Parnasillo es la librería de mi vida, de una vida intensa y pertinaz de rastreo y compra.

Javier ha sido un librero formidable. Hay mucho empleado de este ramo que en su trato con los posibles compradores resulta adusto, tímido, ignorante, que hoy en día se aferra al ordenador como el náufrago al bote, y que más allá de lo que le indica la máquina sobre existencias, entradas y salidas, poco tiene que aportar. Javier, en cambio, sin ayuda de ningún ordenador, o como mucho en los últimos años de uno en que consultar la base de datos del ISBN, ha sabido atender y orientar desde hace más de cuarenta años a mucha gente que llega perdida a la tienda, que no sabe qué regalar, que busca libros para unas vacaciones o una baja, que recuerda un título oído malamente, que se entusiasmó con una novela y busca, al tuntún o con avidez, otros libros del mismo autor, que quiere una novela negra o histórica pero no distingue autores. Gente incluso que ha entrado en El Parnasillo con cierto temor, igual cumpliendo el encargo de un hijo, personas que no se sienten tan cómodas en una librería como en otra clase de establecimiento. A todos ellos Javier los atiende con cordialidad y diligencia, les sugiere, o les anima incluso con ardor a leer cierto volumen -como hizo tanto tiempo con Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta-.

Eso por no hablar de los habituales, o de los que pasan por ahí y entran a charlar con él, así, sin otro propósito, puede que sin idea de compra. Para todos ellos tiene Javier (y siempre sin agobiar, con un respeto exquisito) una anécdota, una pregunta, una chanza, un verso perfecto de Horacio o Catulo (que Javier tiene la literatura latina en un altar) . Y de todos ellos aprovecha él lo que le cuentan para orientarse entre libros que no ha leído, para acopiar información que incorpora a su bagaje con alegría y presteza.

Hace unos meses que no voy a El Parnasillo. Simple vagancia, porque ahora no me pilla de paso. Y algo imperdonable al mismo tiempo, porque siempre me han tratado de maravilla. Pero no sé si Javier sigue ahí, o ya se ha jubilado. Sin él, la librería ya no será la misma. Continuará trabajando en ella gente muy valiosa, no lo dudo. Pero es que Javier ha sido algo más: un agente cultural de primer orden, un magnífico mediador entre la oferta y la demanda librera.

La melancolía de los que ya vamos para maduros será inevitable. Recuerdo perfectamente la primera tienda en Paulino Caballero, la pasión de tantos descubrimientos, la estupidez criminal de los fachas que odiaban una librería progre en plena zona nacional… Todo parecía posible. Pero ahora ni Javier es el mismo, ni lo somos muchos que metíamos allí mil ratos. Javier, buena jubilación. Te vamos a echar de menos, seguro.

13 agosto 2011

Valdano

He leído que Jorge Valdano ha fichado por la Cadena Ser como comentarista del Real Madrid para esta próxima temporada futbolera. La semana pasada un confidencial decía que el fichaje estaba en el aire porque Valdano exigía 300.000 euros por la temporada y la Ser no está para muchas alegrías. No sé si la cifra es cierta, pero no me extrañaría que lo fuera, porque un amigo quiso traerlo a Pamplona hace tres años para que diera una charla de una hora, y Valdano pidió 16.000 euros por el bolo. Mi amigo estaba pagando entonces entre trescientos y seiscientos euros a todos los intelectuales que traía a sus ciclos.

Un viejo tópico dice que el dinero no da la felicidad. El otro día, en una entrevista que le hizo Juan Cruz, también en la radio, escuché a Valdano que su estado de ánimo está muy cerca de la tristeza. Y lo dijo, entre cita de Borges y anécdota con Sábato, lenta, pausadamente, como si cincelara cada palabra con extrema delicadeza. Igual es cierto que a Valdano el dinero, el mucho dinero, no le da la felicidad, pero como termina otro viejo tópico, parece que sí le calma los nervios.

09 agosto 2011

De vidas ajenas

El origen. A finales de 2004, el escritor Emmanuel Carrère estaba de vacaciones en Sri Lanka cuando se produjo el maremoto que devastó varios países costeros del océano Índico y causó miles de víctimas. Carrère, su novia Hélène y los hijos de ambos sortearon el día del tsunami una muerte segura gracias a un cambio de planes de ultima hora, pero vivieron de cerca diversas tragedias, en particular la de otra pareja francesa que perdió a su hija de cuatro años. Todavía conmocionados por el desastre, que sirvió al mismo tiempo para reanimar su agonizante relación, volvieron a París. A los pocos días la hermana de Hélène, Juliette, supo que volvía a sufrir un cáncer, dieciséis años después del primero.Tras seis meses de agonía murió, a los treinta y tres años.

Varias personas le pidieron entonces a Carrère que contara esas vidas y muertes, la de la niña y la de Juliette. Pensaron que amén de conocido o familiar de las víctimas, era un escritor que había demostrado ya su capacidad en ese terreno del reportaje que aprovecha muchos recursos de la ficción —por más que todo lo que se cuente sea cierto—. Y es que para entonces Carrère había publicado con notable repercusión El adversario, su reconstrucción de la vida de Jean- Claude Romand, el hombre que fingió muchos años unos estudios, una profesión y unos ingresos que no tenía, y que poco antes de ser desenmascarado mató a toda su familia, incapaz de soportar que se desvelase su catálogo de imposturas.

Carrère se puso en marcha, como lo había hecho para preparar El adversario, y mantuvo muchas entrevistas en las que se documentó y discutió lo que había sucedido (con los padres y abuelos de la niña víctima del tsumani, y sobre todo con el círculo familiar y amistoso de su cuñada). Pero antes de escribir ese libro tenía pendiente otra tarea: ajustar cuentas con su familia, y también con algún amor fracasado. Así nació Una novela rusa, libro que en España leímos en 2008. Sólo cuando culminó esa dolorosa y catártica revisión de su pasado tuvo la actitud necesaria para escribir De vidas ajenas.

Dos libros en uno. De vidas ajenas es un libro muy desequilibrado. La parte del maremoto en Ceilán, la primera, está mucho menos desarrollada que la segunda, la de la historia de su cuñada Juliette, en la cual emerge el otro gran protagonista del libro, el amigo de ésta, Etienne, juez como ella y que será el verdadero guía de Carrère en su indagación, y del que acabaremos sabiendo más que de ningún otro personaje. En la primera parte hay una catástrofe que produce destrucción y muerte de una forma súbita y brutal. No hay un proceso, una biografía del dolor, una maduración de una enfermedad, el aprendizaje de una pérdida. Sucede la tragedia y el escritor huye en cuanto puede de ella y de Sri Lanka. En cambio, la enfermedad y muerte de su cuñada poseen una riqueza y variedad de subtramas que otorgan al libro su altura y complejidad. Sólo al final sabremos algo de cómo afrontó la otra familia francesa el duelo por su hija muerta en el tsunami. Pero entretanto, en cuatro quintas partes del libro, nos habremos instalado en la peripecia de Juliette y su entorno.

Lo que me acerca. Emmanuel Carrère escribió pacificado este De vidas ajenas. La ira y la desdicha que habían marcado tantos años de su vida habían desaparecido con la catarsis de Una novela rusa. Como él mismo dice, “el zorro que me devoraba las entrañas se había ido, yo era libre”. Ahora, concluye, “amo lo que me ha tocado en suerte”, y además, cosa nueva en él, “prefiero lo que me acerca a los demás hombres que lo que me distingue de ellos”. Por eso este libro lo escribe un hombre más cerca de la felicidad, un hombre que se ha zambullido en el dolor ajeno pero no olvida ni un momento la suerte precaria pero enorme de que a él no le hayan sucedido las desgracias ajenas de las que es notario. Un hombre reconciliado con el mundo, que tiene por vez primera una actitud esperanzada y serena —si bien recuerda siempre que todo es muy frágil, que cualquier día puede verse en el otro lado, en el lado sombrío de las estadísticas y la desgracia—. Un hombre que por primera vez en su vida puede amar, y que anota con alegría y admiración los esfuerzos que las personas más cercanas a los muertos hacen para sobreponerse a su dolor, para derrotar a la aflicción.

La muerte. La materia primera del libro es la muerte. Y en su tramo esencial, en el de la historia de Juliette, la enfermedad. Carrère nos cuenta qué pasa cuando una niña pierde la vida en un segundo o una mujer joven debe recorrer un camino largo y cruel hacia el fin. Y, con la jueza, nos habla de su familia y su amigo Etienne, que acompañan ese tránsito y se ven, claro, afectados. Mucho sufrimiento físico, angustia, cambios de humor y esperanzas fallidas, preparación para el final, desencuentros inevitables, asfixia, agotamiento.

En el surgimiento del cáncer Carrère tiende a estar de acuerdo con Fritz Zorn, el autor alemán que nos dejó un gran testimonio de su enfermedad, Bajo el signo de Marte. Zorn escribió que “con el cáncer existe una doble relación: por una parte es una enfermedad corporal, de la cual probablemente muera en un futuro no muy lejano, pero que quizá pueda llegar a superar y a sobrevivir; por la otra, el cáncer es una enfermedad del alma de la que sólo puedo decir: es una suerte que finalmente haya hecho eclosión”.

Carrère sabe que esta visión de la enfermedad es muy controvertida. Y por eso recoge también la furia de Etienne, el amigo de Juliette, hostil a toda interpretación psicosomática del cáncer. “A la gente que dice: viene de la cabeza, o del estrés, o de un conflicto psíquico no resuelto, tengo ganas de matarla, y también la mataría cuando dice lo que va unido a esto: te libraste porque has luchado, porque tuviste valor. No es cierto. Hay personas que luchan, que son muy valientes y sucumben. Por ejemplo: Juliette”.

Amistad. De vidas ajenas sigue el rastro a una línea fundamental, la amistad entre la jueza Juliette y el juez Etienne. Es la amistad pudorosa, contenida y al mismo tiempo íntima de dos personas dañadas, que han estado enfermas de cáncer más de una vez, lo que les ha dejado en herencia minusvalías a las que han debido acomodarse. Su vida cambió con sus dolencias, tomó giros que ambos no sospechaban en sus años jóvenes de perfecta salud, y aunque ambos han conocido el amor de nuevas personas y ejercen una profesión que les apasiona, aflora a veces la rabia que sus limitaciones les provocan. Todos los detalles que Carrère esparce sobre la naturaleza de su amistad, la profunda unión personal y profesional de dos enfermos cojos, forman parte de lo mejor del libro.

El sobreendeudamiento. Otro hilo poderoso del libro es el de la naturaleza del trabajo que los dos jueces llevan a cabo en perfecta sociedad. Carrère consigue que leamos absortos el modo en que estos dos jueces afrontan el drama de la gente asfixiada, procesada y condenada por deudas, la manera en que buscan resquicios legales para ayudar a esas personas a las que las grandes entidades de crédito han atrapado con préstamos de usura, publicidad engañosa, cláusulas abusivas en letra ilegible. Son dos jueces dedicados a los asuntos pequeños en juzgados de primera instancia, asuntos de pobres, litigios de medio pelo, nada glamuroso ni mediático. Y puede atribuirse al talento de Carrère que sigamos fascinados sus batallas legales, que entendamos y nos apasionen estos pleitos de difícil éxito, donde otros jueces más encumbrados acaban, con frecuencia, dando la razón a las entidades crediticias. Pero pese a todo, Etienne y Juliette hacen su trabajo con rigor admirable, hacen lo que creen que deben hacer en un entorno casi desolador y se entusiasman con sus modestos logros judiciales. Y muerta Juliette, y leído todo el libro, entendemos muy bien que Etienne le diga a Carrère, la primera vez que se ven, que “durante los cinco años en que trabajamos juntos en el tribunal de Vienne, ella y yo hemos sido grandes jueces”.

No ficción. Esta no es una crítica literaria, y no me apetece entrar en juicios sobre si De vidas ajenas es mejor o peor que los libros anteriores de Carrère. Los tres que he citado en esta nota me han resultado adictivos, arrolladores. El autor maneja magistralmente la non fiction novel, ahora tan de moda, y sus libros, estos reportajes construidos con recursos de buen novelista que moldean la realidad con el brío de un gran contador que juega con los tiempos, que dosifica los elementos y los combina en aras de la mayor potencia expresiva, merecen, creo, una lectura atenta y hacen pensar.

28 julio 2011

No pares

«Hoy se nos exhorta por todas partes a que seamos dinámicos y "energéticos" y a tener el mayor número posible de experiencias: amar muchas mujeres, viajar por muchos países, probar paraísos artificiales, atreverse con excesos nocturnos y en general mudar, anhelar novedades y sorpresas, romper rutinas».

Esto escribía hace dos semanas Javier Gomá en un artículo. Y me apetece traerlo a colación porque, como se sabe, en verano se exacerba hasta el delirio la incitación social, imperativa, a moverse, salir, vivir intensamente, no parar, aprovechar a tope, viajar a donde sea.

Qué turrada, qué presión, qué agobio, qué tontería. Prefiero mil veces darle vueltas a este pensamiento que encuentro en Ramón Andrés: “La quietud es curativa. El miedo indica movimiento; procede de metus, «miedo». Una mente conmovida, dice Varrón, es una mente mota, no apacible, «que se mueve». La in-quietud”.

"El miedo indica movimiento". ¿Cabe decir por tanto que el movimiento indica, revela, anuncia, evidencia, miedo?

26 julio 2011

Tocar o fingir

Durante muchos años fui músico profesional en el escalón más bajo. Músico en verbenas, en bodas, en fiestas veraniegas de pueblos muy pequeños. Tocaba en grupos muy reducidos, de tres o cuatro miembros, y nos arriesgábamos a interpretar canciones de moda después de dos ensayos, con equipos de sonido siempre baratos, de poca potencia y escasa calidad. Fue una experiencia muy dilatada, muchos años en el lado festivo y un tanto cutre de la vida en los que viví con frecuencia escenas muy propias de las películas más esperpénticas de Berlanga —con toques delirantes, surrealistas, que Buñuel no hubiera despreciado—.

Pero en aquellos tiempos, y hasta hace unos quince años, una norma se mantenía a rajatabla: los músicos tocábamos de verdad en cada sesión, nuestro directo era riguroso. Más o menos perfecto o muy imperfecto, pero directo. Sólo a mediados de los noventa algunos conjuntos comenzaron a superponer, en ese submundo de la música verbenera, su propia interpretación de los temas con algunas partes, o con algunos instrumentos, grabados. El objetivo era claro: que las canciones, esas cancioncillas de moda en la temporada, o clásicos inmarcesibles como Paquito el chocolatero, sonaran en cualquier kiosco, tablado o remolque del modo más parecido a como la gente los escuchaba en los discos o en la radio.

Poco más tarde, y en un salto lógico, se llegó a la situación actual de muchas verbenas: grupos muy reducidos que sólo aportan en vivo las voces, porque todo el fondo instrumental ha sido programado, ejecutado y mezclado por alguien (que muchísimas veces no es del grupo, hay profesionales del asunto de la programación musical). Así que en las fiestas del pueblo, en el bailongo del club de jubilados o en la boda que sea, llega el grupo, monta el equipo, se carga el cedé ¡y a cantar sobre ese fondo!

Un timo. Puedo entender que en grupos que interpretan su propia música se hagan las mezclas que sea, por diversas razones creativas. Pero si la orquestina ejecuta la última bobada de Ricki Martin o Bisbal, ¿no hay un engaño en el sonido pregrabado? ¿Dónde está ahí el músico?

Nigel Kennedy, el gran violinista de música clásica, de jazz y de lo que sea, lo decía el otro día de forma más cruda y general: “odio el tipo de música donde la gente hace como que toca un instrumento o que canta ante la cámara. No lo soporto (…) El playback es una mierda. No está mal tener algunos elementos grabados, pero si estás delante del público, te jodes y tocas. No hay otra”.

19 julio 2011

Antes de que esto se acabe

Antes de que esto se acabe, de Diana Athill. De esta autora ya había leído y comentado brevemente aquí Stet (Vale lo tachado), su relato de los muchos años que trabajó en la prestigiosa editorial de Andre Deuscht. Un libro, ya dije, empezado sin mucha ilusión, que resultó una sorpresa magnífica, aunque acepto que destinado a un sector reducido del público lector. En cambio, Antes de que esto se acabe es otra cosa, la recapitulación de una mujer que a los ochenta y nueve años se extiende sobre los asuntos que todavía le importan, y que advierte y anota aquellos otros en los que ha cambiado profundamente.

No estamos, en sentido estricto, ante unas memorias. Lo que a la autora le interesa es algo más modesto y acotado: reflexionar sobre una buena experiencia de vejez, la de una mujer que aún disfruta a lo grande de la amistad, de la jardinería, de la lectura y, en esta última etapa vital, de la escritura, para la que se ha descubierto bien dotada y que le ha obsequiado con nuevos reconocimientos. Una mujer que, aun contando con una buena salud, tiene achaques, sobre todo a la hora de moverse, y que a los sesenta años se sintió abandonada, sin ninguna tristeza, por el deseo sexual, tan punzante hasta entonces. Y una mujer tranquilamente irreligiosa, y militante en su soltería, que descubre sorprendida, tras haber andado siempre muy a su aire, que puede cuidar sin agobios de un amigo (y antiguo amante) enfermo al que acompaña en la última vuelta del camino.

La persona que emerge de este análisis de la vejez avanzada, la Diana Athill que escribe Antes de que esto se acabe, es más segura y serena que la de etapas anteriores. No, cualquier tiempo pasado no fue mejor. Los grandes amores de antaño, pero también los tormentos, las inseguridades, la timidez, las urgencias del sexo, las angustias del amor no correspondido…, todo ha quedado atrás. Y no hay añoranzas dolorosas, sino miradas al pasado que ayudan a entenderla mucho mejor. Con la suerte que ha tenido, con buena salud, con gente amiga alrededor, con sus libros y su gozosa independencia, Diana Athill se reconoce casi feliz, tranquila, y su libro acaba siendo inteligentemente optimista, de celebración vital. Aunque, insisto, ella reconoce que ha tenido mucha suerte, por ejemplo con la salud, y tal vez con su propio carácter, y por ello su recuento de la vejez no tiene casi nada de tenebroso o doliente.

Diana Athill sabe contar con gran ligereza, con suavidad, con una amenidad que al lector le encandila. Parece el libro de alguien modesto, que no quiere levantar la voz, que odia pontificar, y que no tiene ningún pujo solemne. Pero es alguien que reflexiona con mucha perspicacia sobre la vida y la muerte, el amor y el deseo, el paso del tiempo y la muerte, por fuerza cercana. Y lo hace con una claridad y franqueza maravillosamente británicas. Antes de que esto se acabe: qué buen rato he pasado con este libro.

15 julio 2011

Infame resacón de tíos

Como había leído y oído muchas cosas, y la mayoría muy encomiásticas, entusiastas, sobre Resacón 2, ¡ahora en Tailandia!, preferí, antes de tirarme a un cine a echar unas risas, alquilar la primera película de la serie, Resacón en Las Vegas.

Estupor absoluto. ¿A quién le puede entretener esta mamarrachada increíble, aburrida a morir? Películas de tíos, muy masculinas, de machotes, pero divertidísimas, dicen los críticos (estúpidos). ¿Pero qué tíos son éstos de los resacones? Tíos salidos que se desfogan con putas, tíos que desconfían de las mujeres, tíos que necesitan escapar de las mujeres, tíos que temen a las mujeres, tíos que piensan que las mujeres son unas plastas y unas arpías que quieren controlar nuestras vidas y nuestros cojonudos ritos de machos majotes. Tíos que practican una de las más abominables costumbres de los tíos, las despedidas de solteros, tíos bestias enfangados en unos brutales sanfermines físicos y mentales.

Pero todo esto daría para pensar (sobre la masculinidad, claro, y sobre la guerra de los sexos) si no fuera porque con esta mierda de resacones no se puede reír ni dios. Cine mísero, con gags que hielan cualquier amago de sonrisa. ¿De qué crítico me puedo fiar, si he visto alabar estos engendros a algunos que consideraba decentes?

11 julio 2011

Estar sin estar

En el excelente blog de Andrés Trapiello, Hemeroflexia, encuentro esta anotación sobre los sanfermines: “Nunca agradeceremos lo bastante a la tv que nos recuerde puntualmente cada año la suerte que tenemos no estando allí”.

Menos mal que la fiesta ocupa, cada vez más, un espacio relativamente reducido de la ciudad. Eso permite vivir, en muchos barrios, casi como si nada, al margen. Menos mal.

31 mayo 2011

Blog

Blog, una película catalana sobre un grupo de quinceañeras que, por amistad y fuerte sentido de grupo, por sentirse poderosas y controladoras, y también por probar algo excitante, algo original que las saque del tedio irritado que, cosas de la edad, les provocan sus familias, y no digamos sus estudios, deciden acometer un proyecto un tanto enloquecido.

Blog adopta, en casi todo su metraje, la forma de un documental. Y aunque sabemos que no, que esto no es un documental, que todo está cuidadosamente construido, que la naturalidad y la verosimilitud exigen mucho esfuerzo y ensayo, y que hay un equipo de guionistas que ha controlado y reelaborado cualquier aportación “vivencial” y primaria (con Tomás Aragall en cabeza, el gran guionista de las películas de Cesc Gay), vemos la película y sentimos que estamos tocando un trozo de verdad, que con estas chicas que chatean, hablan a una webcam o se cuentan sus cosas en boleras o pijamadas, entre carcajadas, miradas ansiosas o de complicidad y constantes abrazos, pocas veces hemos estado tan cerca, en el cine español, de ver a unas adolescentes en su ambiente, en sus formas de expresión, en sus dudas y temores, en su más íntima realidad.

Hay un empeño tan obsesivo de la directora con la verosimilitud que la película corre en ocasiones el riesgo de aburrirnos, en particular cuando estas quinceañeras, con sus escasos recursos lingüísticos, dan mil vueltas a sus neuras y miedos en monólogos deshilachados. Que nadie busque aquí comedieta, velocidad, chistes, morbo, gamberradas más o menos soeces, al estilo de tantas películas tipo American Pie o sus estúpidas copias españolas. No, nada de eso. En Blog hay mucha elipsis, contención, pudor, magníficos juegos de miradas y silencios en esta historia de unas chavalas que saben ya muchas cosas de la vida, pero son todavía unas crías desorientadas que no controlan bien sus recursos y sueños.

Creo que hay que ver esta película. En las salas, allá por enero, no duró nada. Pero ahora supongo que puede bajarse en internet, y desde luego puede alquilarse, con unos extras estupendos. Su visión me ha enseñado mucho.

18 mayo 2011

Oscura monótona sangre

Oscura monótona sangre, de Sergio Olguín. Una novela negra, negrísima, que se lee de corrido, que atrapa y fascina en su sequedad, en su contención perfectamente graduada. La historia de un hombre que destruye su vida en poco tiempo por la fuerza brutal del deseo sexual, del dominio. Julio Andrada, rico hecho a sí mismo, adicto al trabajo, ordenado, conservador, inescrupuloso, frío y contenido, de pronto no puede dejar de lado o domeñar, en la cincuentena avanzada, su atracción incontenible por una prostituta adolescente. El deseo imperioso, y las peripecias sórdidas o criminales a las que éste lo obliga, provocan enseguida tal cúmulo de problemas que su controlada existencia salta por los aires.

Pero a Julio Andrada no lo trastorna sólo el deseo sexual. Su delirio es destructivo, pero coexiste con sueños de impunidad, con esas certidumbres casi de omnipotencia que arriban con el dinero, el estatus, el poder y las relaciones. Y no es extraño: en la Argentina actual (¿y en cuántos otros países?), un rico puede tener fácilmente muy buenos contactos con policías, vigilantes y toda suerte de prohombres y rufianes que, bien pagados, harán lo que haga falta por el señor.

La apasionante historia de Dominique Strauss-Kahn tiene bastantes de estos ingredientes. Deseo, tentación, riesgo, destrucción. Pero también, como en la novela de Olguín, poder, fuerza, dinero, relaciones, búsqueda de la impunidad. Leo novelas, como por ejemplo Oscura monótona sangre, y me parece que entiendo algo mejor algunas reacciones, algunos secretos de quienes nos rodean. ¿O de nosotros mismos?

09 mayo 2011

Los dioses tienen sed

Como vi hace un mes que la editorial Barril & Barral ha reeditado, una vez más, Los dioses tienen sed, la novela de Anatole France sobre el periodo del Terror jacobino (1793-94) en la Revolución Francesa, tiré de mi fondo de biblioteca personal para leerla. Tengo desde 1990 una edición mucho más fea que la que acaba de salir en esta joven y exquisita editorial, pero a la postre comprobé que la nueva, como la mía y casi todas las que hay en el mercado español, aprovecha la vieja traducción de Luis Ruiz Contreras, un admirador fanático de Anatole France que vertió al castellano la gran mayoría de sus libros en el primer tercio del siglo pasado.

Es paradójico: cuando France publicó este libro, en 1912, era ya un hombre de izquierdas, muy radicalizado políticamente, un intelectual que, a partir de la conmoción que en él y en otros muchos provocó el caso Dreyfuss, había abrazado el socialismo. Incluso en los últimos años de su vida, ya muy mayor, se dejó utilizar por los comunistas. Y digo que es paradójico porque el significado político de su novela es muy otro.

Anatole France no fue sin más un conservador, un añorante del Antiguo Régimen que abominara de la Revolución. Pero era lo suficientemente lúcido para entender que los nuevos tiempos habían traído, a partir de la dinámica desencadenada en 1789, nuevas patologías del poder, que los sueños de la razón engendran monstruos y que en las mejores intenciones pueden anidar delirios horrorosos. Por ello, y visto lo que escribió sobre los sucesos revolucionarios franceses, cabe sospechar con fundamento que la fe en el socialismo que poseía cuando escribió este libro, en 1912, no le habría obnubilado si hubiese vivido lo suficiente para observar en qué se iba a convertir, muy pronto, la Revolución Rusa, que él conoció sólo en sus inicios.

El paralelismo entre ambas revoluciones, por cierto, no lo estableció él. Sin ir más lejos, un comunista francés de primera hora, Mathiez, escribió en 1920 que “jacobinismo y bolchevismo son en el mismo sentido dos dictaduras, nacidas de la guerra civil y de la guerra extranjera, dos dictaduras de clase, que recurren a los mismos medios, al terror, a la requisa y a los impuestos y que se proponen en última instancia una meta semejante, la transformación de la sociedad, y no solamente de la sociedad rusa o de la sociedad francesa, sino de la sociedad universal”. Fácil es colegir, si se lee Los dioses tienen sed, que el amargo retrato del Terror jacobino que Anatole France realiza, hubiera podido inspirar sus críticas a la Revolución Rusa de haber vivido lo suficiente.

Los dioses tienen sed dibuja la trayectoria de Evariste Gamelin, un joven artista de poca monta que malvive, lleno de ardor revolucionario, en el París de 1793. Casi por azar (y también por mal cálculo de una dama que considera al artista un tonto útil), Gamelin llegará a ser un poderoso miembro de los tribunales revolucionarios que deciden la suerte y la vida de miles de personas en ese momento, juzgadas por su desafección con el poder jacobino. Y Evariste Gamelin ejercerá su función inquisidora y condenatoria con una escrupulosidad implacable.

Lo mejor de la novela de Anatole France es su crítica suave pero feroz, y muy bien circunstanciada, de lo que en el siglo XX comenzó a denominarse el totalitarismo, merced sobre todo a los libros de Hanna Arendt y sus análisis sobre el nacionalsocialismo y el comunismo. La novela es, en este sentido, la historia de la formación y desarrollo de una conciencia, la de alguien que, partiendo de intensos sentimientos de amor por la humanidad, va consolidando una mirada y una acción implacables y brutales sobre los humanos concretos y singulares.

Gamelin es al principio un joven torpe, un poco obtuso, orgulloso, rígido, exaltado, lleno de resentimiento, enemigo de los placeres y con una misoginia mayúscula. Sobre esa base psicológica avanza su implicación en la causa jacobina. La patria y la revolución están en peligro, y es preciso que los que quieren salvarla sostengan el pulso con firmeza y estén dispuestos a sacrificarse y, sobre todo, a mantener una conducta inflexible y despiadada hacia todos aquellos que cuestionan de algún modo el poder, o son escépticos, o débiles, o manifiestan la más mínima disidencia, por banal que pueda parecer.

¿Cuál es el límite de la locura criminal de estos nuevos poderosos? Pues es variable, movedizo. Por resumir: el que en cada momento marquen Robespierre y seguidores como Gamelin. Deben ser liquidados todos los que no coincidan en cada coyuntura con la posición del núcleo dirigente, sea ésta la que sea. Así, los hay que están contra la revolución porque añoran el régimen anterior y profieren vivas al rey depuesto, pero también hay contrarrevolucionarios que lo son porque predican un ateísmo radical que confunde al pueblo y debilita su moral. Unos son sospechosos por reaccionarios, otros por excesivamente izquierdistas. Unos por derrotistas, otros por descreídos, y los de más allá porque dicen o hacen algo que los que mandan, en ese instante, juzgan poco patriótico. Llega un punto en que los jacobinos han puesto en marcha un mecanismo tan infernal que ellos mismos serán víctimas de quienes, siendo hasta entonces sus correligionarios, prevén atemorizados su propio viaje a la guillotina, por lo cual se adelantan a derrocar y eliminar a Robespierre y sus más fieles.

En la novela de Anatole France hay más, mucho más, porque Gamelin no es el único personaje. Más bien es el centro de una constelación de personajes, la mayoría de los cuales acabarán siendo víctimas de la lógica inexorable que guía al pintor. El novelista es suficientemente bueno como para lograr que todos ellos resulten creíbles, gracias a lo bien delineados que están. Aristócratas estoicos y descreídos que sobreviven, tras el seísmo de 1789, en la más extrema indigencia; religiosos barnabitas bondadosos y siempre humildes —salvo cuando se les confunde con miembros de otras órdenes que ellos consideran de menos pedigrí—; hombres o mujeres que se juegan y pierden la vida por amor o amistad, sentimientos que anteponen a cualquier idea política; demagogos y oportunistas que conocen el modo de nadar en todos los cambios; mujeres sensuales, atraídas por la fuerza y crueldad que otorga el nuevo poder; madres desgarradas entre hijos con caminos opuestos… A todos los pinta Anatole France con cuidado, con matices, con piedad. Incluso hay piedad y comprensión profunda en los perfiles de Evariste Gamelin y del propio Robespierre, ya que podemos creer en su sinceridad cuando explican que la fría determinación asesina es transitoria, un estadio inevitable en el camino hacia la verdadera justicia que algún día llegará, cuando el país se haya librado, con el concurso de la guillotina, de todos los que obstaculizan ese radiante y hermoso porvenir.

La casualidad ha hecho que por los mismos días que leía esta novela, picoteara con frecuencia, por otros motivos, en el Diccionario Pla de literatura, un grueso libro en el que Valentí Puig recopiló muchos comentarios y juicios de Josep Pla sobre la literatura y los autores que leyó. Anatole France no era un escritor que entusiasmara al escritor catalán. Pero leyendo las páginas que le dedica, encuentro estas líneas, que me parecen muy exactas después de leer Los dioses tienen sed:

France ha visto siempre el mundo y la vida como un minúsculo enjambre de animalillos afanándose sobre la superficie de un planeta perdido dentro de la grandiosidad de las leyes de la gravitación universal, pero no por eso ha dejado ni un momento de entregarse a la búsqueda de la justicia y el camino marcado por el rayo del sentimiento. La política, en el más puro sentido del término, le ha hecho temblar la voz de emoción; la lucha contra la injusticia –política o económica— le ha humanizado el trabajo literario de orfebrería.

08 abril 2011

Barney de nuevo. La película

Ayer vi al fin El mundo según Barney, la película. Fue un error. Tengo todavía la mente llena de la espléndida novela de Mordecai Richler, La versión de Barney (¿por qué no han respetado en castellano el título original de la película y del libro?). Y con ese recuerdo tan reciente y vivo de las sutilezas del texto, de los meandros por los que discurre la memoria de Barney, de las trampas, omisiones, juicios gruesos y ataques irónicos o rabiosos que despliega esa poderosa primera persona en la novela, ese Barney que en la vejez cada vez más asediada por el Alzheimer quiere ofrecer su versión de lo que le sucedió, pues era imposible que disfrutase de la película con ojos limpios. Si la hubiera visto hace un mes, o dentro de unos años, supongo que podría haberme forjado un juicio muy distinto. Cuántas películas maestras, por ejemplo del cine clásico de Hollywood, se basaron en novelas que no conocemos: mejor, mucho mejor, nuestra consideración de ese cine es más desprejuiciada.

Con todo, creo que es una película muy aseada, digna, y que Paul Giamatti, el actor que interpreta a Barney, demuestra ser tan grande como en otras historias en que también bordaba a hombres fundamentalmente buenos, pero que llevaban dentro dosis llamativas de torpeza, furia y resentimiento. Hombres (¿recuerdan Entre copas, o American Splendor?) apaleados, carentes del equilibrio, la elegancia y la seguridad que exhiben otras personas con las que conviven. Los Barney de este mundo meten la pata, comen o beben demasiado y dicen tonterías en los momentos más inoportunos, tanto que a veces, en lugar de mostrar su generosidad y perspicacia, resultan unos gilipollas. Luego, ay, se arrepienten y flagelan, pero ya es tarde.

No voy a detallar los muchos aspectos de la novela que han desaparecido en la película, varios de ellos esenciales en la vida de Barney. Pero ya que escribo en un lugar azotado por los nacionalismos, lamento que se haya esfumado algo que, sin ser fundamental, impregna el presente (año 1995) de la novela: la cuestión de la independencia de Quebec. La novela no es que sea profundamente canadiense (eso también se ha perdido en la película), es que transcurre en un Montreal que vota la posible secesión de Quebec. En ese referendum de 1995 los independentistas francófonos estuvieron más cerca que nunca del triunfo, al lograr el 49,6 de los votos. Y Barney y algunos de sus amigos, biblingües como Mordecai Richler (autor, por cierto, de importantes libros contra los mitos del nacionalismo quebequés), pero contrarios a la segregación, no se recatan en juicios mordaces sobre lo que leen y escuchan, sobre los gobernantes del Parti Québécois y sobre los inspectores lingüísticos, que multan no a los que olvidan el francés en cualquier rótulo o texto (eso sería un delito grave), sino a quienes no disponen los textos en inglés en un tamaño mucho menor que en francés.

En fin, no hagan como yo. Si leen La versión de Barney, no vayan al cine. Al menos mientras la desmemoria no haya culminado su trabajo.

P. D. Un detalle muy menor: como homenaje a Mordecai Richler, un autor especialmente famoso y querido en Canadá, pese a su mordacidad, en la película aparecen como secundarios los cineastas más conocidos del país: Atom Egoyan, David Cronenberg y, en dos escenas, Denys Arcand, el director, entre otras, de El declive del imperio americano y de Las invasiones bárbaras. Un francófono independentista, pero muy amigo de Richler. Y la amistad es lo primero.

05 abril 2011

Hombres que hablan en bares

Disfrutando la semana pasada de nuevo, y a lo grande, con La versión de Barney (la novela, aclaro, que la película todavía no la he visto), me di cuenta de que había un tipo de escenas cuya aparición aguardaba con gran ilusión: aquéllas en que Barney se aposenta en su bar preferido, Dink, como lleva muchos años haciéndolo, y donde, aparte de beber como un cosaco, pega la hebra con quien sea. En ese bar todos los parroquianos se dedican con entusiasmo al trago, pero les da el cuerpo, entre licor y licor, también para soltar pullas y gansadas, sentencias y filosofar, recordar viejos tiempos, fanfarronear y largar peroratas que nadie escucha, repetirse como una carraca, picarse o insultarse, y, muy de vez en cuando, arriesgar confidencias. Pocas, por descontado, con medias palabras, y entreveradas de mistificaciones, que no en balde hablamos de un mundo muy masculino, rudo, irónico, reservado, incluso machote. Por eso tampoco resulta extraña la figura del bebedor casi mudo. La noche se alarga tontamente, siempre hay quien se anima a otra copa más y lía al resto de la concurrencia, que si la espuela, que si espera un poco, que ponme la última, y la mente se embota, y todos acaban incorporándose con muchas dificultades y yéndose a casa con paso vacilante, entre brumas y veras.

Ese mundo de hombres en bares, horas y horas apostados sobre taburetes en la barra, o de pie sin más –es decir, no sentados alrededor de una mesa en tertulia con un café o simplemente una consumición, con la conversación como eje- me ha procurado momentos muy dichosos en esta novela, pero también en otras. Así, en un primer golpe, recuerdo dos de Richard Russo, Ni un pelo de tonto (en particular gracias al memorable Sully) y Empire Falls, así como varias del primer Luis Mateo Díez, como Las estaciones provinciales, La fuente de la edad o El expediente del náufrago, en las cuales, con el telón de fondo del más negro franquismo, los personajes sólo alcanzaban un modesto respiro en tascuces con barra de zinc y mucho serrín en el suelo, cáscaras de gamba y vino peleón, al tiempo que se repetían sucedidos chuscos o salaces. Y seguro que otros lectores podrían aportar muchos más ejemplos. En la televisión recuerdo una serie de éxito en los ochenta, Cheers.

Lo que hace atractivas esas escenas es la magia de la literatura, por supuesto. Y en particular el humor, sombrío, negrísimo, irónico, sarcástico, cínico, o apoyado en la pura mala leche, en diálogos vivaces que retratan a la perfección a hombres con su punto de turbiedad, desesperanza, misoginia, gracia y dolor.

Cosa distinta es que, si abandonamos los predios de la literatura y el talento del novelista, y nos venimos a los de la realidad más municipal, podamos topar con bastantes especímenes que, después de consumir tantas horas de su vida en los bares, bebiendo, y farfullando con lengua de trapo cuando el alcohol hace su labor, han alcanzado preciados honores en la galería de los fantasmones. En mi vida “real”, si se puede decir así (¿no es real el tiempo que he pasado entre libros?), he conocido a muchos tipos de esos que no pasaban de ser unos fiemos, al menos cuando alcanzaban un grado de maceración suficiente.

30 marzo 2011

Nabarralde

La semana pasada se celebró en Pamplona una reunión de historiadores para debatir y profundizar sobre la conquista de Navarra por las tropas de Castilla en 1512. Una conquista, una guerra, una invasión más o menos aceptada pasivamente, dígase lo que se prefiera, que dio lugar paulatinamente a la incorporación de Navarra, más o menos de grado o de fuerza (al principio de fuerza, claro, que para eso hubo armas, guerra y muerte), a lo que terminó siendo la monarquía hispánica.

A Tomás Urzainqui Mina este congreso no le ha gustado ni un pelo. Ya en el título de su artículo lo tacha de “negacionista”. Y el calificativo se repite más de una vez. Negacionismo, si no me equivoco, es una palabra que comenzó a emplearse hace unos años para designar al conjunto de historiadores y grupos políticos que negaban que el holocausto de los judíos en la segunda guerra mundial hubiera tenido lugar, y que por tanto liberaban a los nazis de su principal y terrible crimen. El término está muy cargado de connotaciones políticas, y su intensidad emocional, como así se quiso, es muy alta. (El negacionismo, por cierto, es un delito en varios países europeos, sin ir más lejos en Francia.) Más tarde, y ya degradando y banalizando la acusación, algunos ecólatras han tildado de negacionistas a quienes aventuran cierto escepticismo sobre el cambio climático y sus efectos más o menos catastróficos en la salud de nuestro planeta.

Tirándose por la pendiente de la exageración, Urzainqui aprovecha el calificativo, con toda su carga emotiva, para, dentro de su visión de lo que aconteció en Navarra a partir de 1512, establecer una separación moral muy afilada entre los invasores castellanos, genocidas sin alma, y los pobres navarros (para él vascos, of course), entonces masacrados. Da igual que los guipuzcoanos y vizcaínos fueran parte esencial del ejército castellano que ocupó Navarra. Nada, pelillos a la mar, los españoles son unos asesinos y los navarros (vascos) unas víctimas, así, sin más.

El congreso no fue plural, según Urzainqui. ¡Pluralismo, más pluralismo!, brama en su artículo. Claro que la concepción del pluralismo que tiene este abogado, historiador en sus ratos libres -y que gasta una sintaxis y puntuación execrables-, peca de notorias limitaciones. Se asemeja a la pluralidad que conformaban, “dentro del Régimen”, las distintas familias del Movimiento en tiempos de Franco. O, para venir a estos tiempos, recuerda una aspiración vasca nacionalista de un futuro plural que vaya, como escribía hace muy poco Fernando Savater, “desde Tasio Erkicia en un extremo hasta Bernardo Atxaga en otro”. No más espectro (mucho menos, en realidad) cubren los historiadores navarros que cita Urzainqui, los “verdaderos” historiadores, que según él, no pudieron asistir al congreso de la pasada semana.

Porque para este destacado representante de la asociación Nabarralde, con ese pluralismo limitado basta y sobra. Los demás historiadores, por ejemplo los que estuvieron en el congreso, son no sólo representantes del “negacionismo subordinacionista” (sic), o de “la sordera del enquistado negacionismo”. Representan además “una concepción autoritaria y monopolista del poder”, están “escorados a una visión unilateral y sesgada desde un atrincherado presentismo, que les impide el sereno y pleno conocimiento de los hechos y de la historiografía generada en estos quinientos años”, y, en fin, únicamente representan al poder “que busca el apuntalamiento de su presente, evidentemente de sumisión y subordinación antidemocrática y antinavarra”. Ay, antinavarra… Suena igual que “antiespañola” o “antivasca”: insultos de nacionalista.

Si esa es la visión de Nabarralde de todos los que no piensan como ellos, ¿qué significa, en su boca, la aspiración a un congreso “plural y omnicomprensivo, de todas las corrientes historiográficas y el lugar de contraste de las diversas tesis existentes sobre la realidad de la conquista de Navarra”? Pues una broma, una broma delirante. El otro, el discrepante, es antinavarro, antivasco, negacionista, lacayo, sicario del poder, o todo al mismo tiempo, y además ¡ha perdido la serenidad! Con denuestos de tan grueso calibre, cuando uno está henchido hasta ese punto de su verdad, y abomina de tal manera de los que sostienen otras tesis, las apelaciones al pluralismo suenan meramente instrumentales, pura charlatanería.

El protagonista de La patria de todos los vascos, la estimable novela de Iban Zaldua, señala que Nabarralde es “una asociación de alucinados historiomaniacos que pretenden que Navarra fue el primer ‘Estado vasco’, y que insisten en llamar a los vizcaínos, por ejemplo, ‘navarros del oeste’”. Exactamente. Hace meses conté en este mismo blog cómo a uno de los historiadores nacioanlistas vascos que cita Urzainqui, estas mismas gentes de Nabarralde le habían suprimido, sin ningún permiso del autor, una frase que nos les gustaba en su libro sobre la guerra de Navarra, un libro por lo demás ortodoxo. Censura por las bravas, sin anestesia. ¿Y estos mismos se atreven a hablar de pluralismo, de objetividad y de ciencia? Alucinados historiomaniacos, y además sinvergüenzas.

25 marzo 2011

Manuel Hidalgo en la radio

Hace dos días, buscando una cita que me sonaba que podía hallarse en La escuela de Platón, un precioso librito de Fernando Savater, encontré de nuevo las páginas en que el autor rememoraba el momento en que, a sus trece años, dispuso al fin de un cuarto para él solo en el domicilio familiar de Madrid.

Yo también tengo mi recuerdo imborrable de una habitación propia, de un espacio para el refugio y el aislamiento. Sucedió a los quince años. Llevaba unos cuantos durmiendo en ese cuarto, pero sólo cuando, tras mucho insistir, conseguí que mis padres accedieran a poner una mesa en él, la habitación se convirtió en mía, en el lugar donde, a puerta cerrada, podía leer hasta tarde, y escuchar sin pausa la radio o los primeros vinilos en un tocadiscos monoaural, un Cosmo con tapa-altavoz-.

Hasta ese día había estudiado siempre en la mesa de la cocina, bien en medio del tráfago familiar, o bien por las noches, más en calma, mientras mis padres y hermana veían la televisión en el cuarto de estar (salón sería una palabra excesiva para denominar aquel habitáculo). Pero la mesa -en realidad una mesita sobre la que había estado seis años el televisor Lavis, con el que se accedía a un solo canal; el otro, el UHF, podía verse de ciento a viento- cambió todo. Podía estudiar en mi cuarto, y podía leer y leer todo lo que caía en mis manos, por horrible que fuera. Y es que no he leído nunca en la cama, y poquísimo en sofás. Siempre he preferido apoyar el libro sobre una mesa, pese mucho o poco.

Ya he dicho que la mesa, la libertad, la estupenda soledad, la puerta cerrada, el pequeño espacio recogido, también me permitían escuchar la radio. Armado con un pequeño transistor, buscaba con ahínco voces que calmaran mi ansia brutal de saber, de enterarme, de salir de la casi absoluta falta de estímulos culturales en que vivía mi familia feliz. No encontraba mucho, por descontado. El franquismo terminal imponía su ley de hierro y no había más emisoras en Navarra, me parece, que Radio Popular, la red de emisoras del Movimiento y Radio Requeté, asociada a la Ser. Todo se iba entre el radio hablado (noticiario que expedía el poder, de obligada conexión para todas las cadenas), concursos, programas edificantes, magacines insustanciales y músicas de parecido pelo –aunque es cierto que en este último campo se permitían modestas islas de modernidad-.

Con todo, pronto encontré en Radio Popular, y hecho en Pamplona, un programa semanal de cine que conducía Manuel Hidalgo. Yo era un loco cinéfilo, y Manuel Hidalgo (no sabía quién era, claro, ni que tenía apenas cuatro años más que yo, aunque a esas edades cuatro años son muchos) hablaba de las películas que se podían ver en Pamplona, en las salas comerciales o en los cineclubs. Eran películas que yo veía -porque me gastaba mis pocos dineros en entradas para el cine Carlos III, el Arrieta o el Aitor, y al cine club Lux entraba gratis-, y que los demorados análisis de Hidalgo iluminaban notablemente. Él tenía ya entonces una formación fílmica importante, o al menos así lo recuerdo, y yo, pegado al transistor para no molestar a mi familia, disfrutaba y aprendía con sus comentarios acerca de Cabaret, El Padrino o El discreto encanto de la burguesía, o del cine de Rhomer, Truffaut, Visconti o Saura.

Sus palabras, siempre tranquilas, y muy bien construidas y dichas, con esa magnífica voz que posee Hidalgo -no sé por qué no la ha aprovechado más en un medio en el que tantas veces se oyen tonos chillones y vulgares-, permitían abrirse en la pequeña ciudad a otra forma de mirar, a unos modos de comprender y estudiar las películas que multiplicaban gozosa y reflexivamente mis arrobamientos en las salas. Además, entre sus palabras, Manuel Hidalgo pinchaba unas músicas regias: lo mismo Mozart y Bach que folk americano o latinoamericano o catalán; músicas que no estaban ni por el forro en mi entorno sonoro doméstico o de amistades.

Hace años que conozco a Manuel Hidalgo, y en los últimos mese lo he visto con frecuencia por asuntos de trabajo. Pero nunca ha surgido la oportunidad de mencionar esta experiencia de juventud, que refulge en mi memoria. En su modestia, una de esas experiencias que ayudan a formar a alguien en un momento vital confuso y arrebatado, máxime si se tiene la tremenda sed de aprender que me abrasaba entonces, y que la habitación propia (los adolescentes la necesitan tanto o más que Virginia Woolf) y la soledad buscada hicieron posible. No recuerdo cuánto tiempo duró ese programa de Hidalgo, entonces un estudiante, pero le debo briznas, magníficas briznas, en lo mejor de mi formación cuando entonces.

“Como toda persona verdaderamente sociable, amo ese privilegio social por excelencia: el espacio de la soledad. Tener un lugar donde estar solo, con todo lo que uno ama, sabiendo que los demás están al alcance de la mano y oír o presentir el rumor amigo de sus almas. Tal es el sentido más enriquecedor que puede tener una casa, una familia y una comunidad. He sido afortunado pues la suerte (y esa otra forma suprema de suerte, el carácter) me ha permitido conocer y degustar este gozo”.

21 marzo 2011

No recuerdo

El otro día, cenando, un escritor me recomendó, entre otras películas, que viera El mundo según Barney. Pienso hacerle caso, porque está basada en una novela, que aquí se tituló La versión de Barney, del escritor canadiense Mordecai Richler. Yo la compré y leí inmediatamente cuando salió, hace diez años, en una edición de Mondadori que no tuvo ningún éxito, hasta el extremo de que, sospecho, gran parte de la tirada se destruyó pronto. Supongo que en algunas bibliotecas la tendrán. Ahora, con motivo del estreno de la película, la ha reeditado (con la misma traducción, excelente, de Miguel Martínez-Lage) una editorial pequeña, Sexto Piso, aunque a un precio, 27 euros, excesivo a todas luces.

Volví a casa el otro día, sin embargo, con una cierta pesadumbre, porque la verdad es que no recuerdo nada, o casi nada, de esta novela, diez años después. ¿Cuál es la trama? ¿De qué va? ¿Qué le pasa a Barney, sobre qué da su versión? Ni idea.

Sólo un punto tengo absolutamente claro en mi memoria: que disfruté mucho con La versión de Barney, que me pareció un libro excelente. Ese recuerdo sí es limpio, nítido.

Qué bien, voy a afrontar la relectura con renovada ilusión. Y con ese recuerdo, me basta para hacer la recomendación a cualquiera.

15 marzo 2011

La insociable sociabilidad

Tertulia de Barañain. El mismo ambiente grato de siempre, la misma gente a la que tanto aprecio. Pero en los últimos tiempos mi participación en esta tertulia es muy intermitente. Y es que no quiero sentirme obligado a leer todos los libros propuestos, por muy equilibrada y atractiva que sea la lista que Jesús, el bibliotecario, ha preparado.

Con la cantidad de aspectos reglamentados que hay en mi vida, la de compromisos ineludibles que me asaltan o a los que no sé decir no, quiero preservar, en la lectura, un espacio para dejarme llevar por el humor del momento, por la llamada de la última novedad o, por el contrario, por el reclamo del libro totalmente inactual que alguien me ha sugerido, o que se cita no sé dónde y que en ese momento concreto se ajusta a mis intereses u obsesiones, al menos a priori (luego hay decepciones, claro, pero también gozos insólitos). Recuerdo con nostalgia esas remotos años en que leía a lo loco, sin plan ni obligaciones, moviéndome sin orden ni concierto por el anchuroso terreno de mis gustos.

Hoy hablamos en Barañain de El barón rampante, de Italo Calvino. Un libro maravilloso, mucho más entretenido, profundo y sutil de lo que lo recordaba. La vida aventurera de un héroe de los árboles (y es magnífica la manera en que Calvino procura siempre que la fantasía de sus andanzas conserve una buena dosis de verosimilitud), pero al mismo tiempo un texto muy contemporáneo, una parábola que ayuda a pensar en asuntos y sentimientos rabiosamente actuales.

El barón rampante admite mil aproximaciones. Pero en mi lectura de estos días he pensado mucho en el modo en que Cosimo, el barón que a los doce años decide vivir para siempre en los árboles, define su relación con los demás. Cosimo no es un eremita, ni un insociable amargado o altivo, ni alguien que haya decidido romper con su familia o con la gente de su pueblo, o que no quiera saber nada de quienes le visitan con los años, atraídos por su extraña forma de vida y su sabiduría. Es más, Cosimo participa activamente en la vida de su comunidad. Son varias las ocasiones en que su contribución es decisiva para resolver problemas que se les plantean a sus paisanos. Y está lleno de sueños reformistas, de planes de mejora social.

Pero ya desde que, casi niño, se sube a los árboles, Cosimo es un ser libre, un hombre que, como él mismo dice cuando su primer amor se aleja, resiste, que se reserva la posibilidad de estar o no estar, de aparecer o desaparecer, de acercarse o alejarse. Su obstinación por permanecer en los árboles toda su vida simboliza el empeño que le anima de no dejarse asimilar, de impedir que ninguna persona o grupo le domestique o atenace. Él va siempre a su aire, lo que no obsta para que siempre esté cerca, por ahí, rondando, cerca o lejos, yendo y viniendo por el limitado perímetro de sus dominios, los árboles a los que puede saltar.

Toda una lección moral.

“Como esta pasión que Cósimo siempre demostró por la vida asociada se conciliaba con su perpetua huida del consorcio civil, es algo que nunca he entendido bien, y sigue siendo una de las no menores singularidades de su carácter. Se diría que él, cuanto más decidido estaba a ocultarse entre las ramas, más sentía la necesidad de crear nuevas relaciones con el género humano. Pero aunque de vez en cuando se lanzase, en cuerpo y alma, a organizar una nueva sociedad, estableciendo meticulosamente los estatutos, las finalidades, la elección de los hombres más adecuados para cada cargo, nunca sus compañeros sabían hasta qué punto podían contar con él, cuándo y dónde podían encontrarlo, y cuándo se vería ganado repentinamente por su naturaleza de pájaro y no se dejaría atrapar más. Quizá, si es que se quiere reducir a un único impulso estas actitudes contradictorias, haya que pensar que él era igualmente enemigo de todo tipo de convivencia humana vigente en sus tiempos, y que por eso huía de todos, y se afanaba con obstinación por experimentar otros nuevos: pero ninguno de ellos le parecía justo y suficientemente distinto de los otros; de ahí sus continuos paréntesis de esquivez absoluta”.

02 marzo 2011

¿Estamos seguros de nuestro pasado?

“No somos dueños de nada, ni siquiera de nuestro pasado. Todo lo que hemos vivido y que tendemos a considerar como una adquisición definitiva, inmutable, está constantemente amenazado por nuestro presente, por nuestro futuro”, escribió Julio Ramón Ribeyro en sus Prosas apátridas.

Al leer Pilar Donoso los diarios y las cartas de su padre, José Donoso, el escritor chileno, así como lo que dejó escrito su madre, Pilar Serrano, sucedió que muchos recuerdos que tenía de su vida familiar, muchas imágenes cristalizadas en su memoria, sufrieron una brutal sacudida. La tarea subsiguiente de transcribir, ordenar y dar a conocer esa enorme cantidad de documentos personales, con frecuencia muy íntimos, que hizo “tratando de conservar cierta objetividad (…), dándole forma al dolor, a la admiración, al desconcierto e incluso al temor” que le produjo descubrir que había vivido veintiocho años al lado de alguien a quien había creído conocer muy bien, pero de quien descubría muchas máscaras más de las que le suponía, ha dado como resultado Correr el tupido velo, que Alfaguara publicó en España hace unos meses, y que ahora leo.

Es un libro apasionante, por lo que enseña sobre muchos sentimientos humanos, pero también sobre las obsesiones y las ideas literarias de un gran escritor, como lo fue el chileno Donoso. Un libro que tiene muchísimas facetas de interés, pero que arranca con esa perplejidad de la hija que experimenta dolorosamente que en cualquier momento de nuestra vida pueden surgir datos nuevos que harán tambalearse aquello que teníamos ya consolidado en nuestra memoria.

28 febrero 2011

Pensamiento positivo

Hoy hemos sabido que Uxue Barkos, la diputada y concejala de Nabai, padece un cáncer de mama. Y hace unos días Esperanza Aguirre también anunció que sufría la misma dolencia. Ambas han declarado que se retiran “unos días” para someterse a la operación y al tratamiento que necesitan. Pero que enseguida, eso, en unos días, están de vuelta en la lucha política.

¿Unos días? ¿Cómo el que tiene una gripe y falta una semana al trabajo?

Ojalá fuera cierto, lo digo de verdad, y seguro que hay casos donde así sucede efectivamente. Pero en la experiencia de muchas mujeres, las cosas no son así ni por el forro. Muchos tipos de cáncer se curan, o al menos se curan para tantos años que, entre medio, pueden sobrevenir otras enfermedades, otras ocasiones de muerte. Pero en general los tratamientos y las curaciones llevan tiempo, incluso mucho tiempo. Y en ese transcurso las y los enfermos de algún cáncer sienten, por ejemplo, terror, rabia, muchísimas incomodidades, profunda tristeza; y su equilibrio psicológico se tambalea, porque su vida ha sufrido un seísmo de gran magnitud.

En ese anuncio de las políticas de que la cosa se solucionará “en unos días” puede haber valentía, esperanza, optimismo. Vamos, pensamientos positivos. Y está muy bien sentir todo eso. Está muy bien que la vida te haya regalado la enorme suerte de una personalidad positiva. Y siempre es preferible y loable tener esperanza y fuerza en el trago.

Pero, por favor, no caigamos en la crítica implícita, o en la culpabilización, de todas aquellas personas enfermas que se sienten muy, muy desgraciadas, al menos unos meses de su vida, que sufren por los efectos secundarios. En fin, que aunque quisieran, no consiguen en absoluto sentirse alegres ni “positivas”.

De eso hablaba el otro día Elvira Lindo. Mucho cuidado con el pensamiento positivo obligatorio.

26 febrero 2011

Aguirre, el magnífico

Al comienzo de Aguirre, el magnífico, cuenta Manuel Vicent que Jesús Aguirre, en 1985, siendo ya Duque de Alba, se lo presentó al Rey diciéndole: “Majestad, le presento a mi futuro biógrafo” –a lo cual, por cierto, el Rey contestó, carcajeándose: “Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado”.

Veinticinco años después, Vicent ha publicado este libro, que no es desde luego una biografía, pero que que pivota alrededor de la figura de Jesús Aguirre, un personaje verdaderamente llamativo. Y creo que digo bien al llamarle personaje porque en Aguirre hubo siempre, allí por donde pasó, un juego de representaciones teatrales, máscaras, histrionismos, ocultaciones e imposturas, de modo que nadie, o casi nadie, podía distinguir, entre tantas brumas y veras, su auténtica personalidad, sus ambiciones, dolores y sentimientos más genuinos.

Sobre este hijo de madre soltera, que estudió en Alemania en los años cincuenta gracias a la ayuda de algunos ricos, ordenado sacerdote en los años sesenta, secularizado al acabar la década, y que se erigió en personaje clave de la edición de ensayos de calidad en España (en una época gloriosa de la editorial Taurus), leí elogios casi hiperbólicos ya en los primeros setenta en varios lugares, por ejemplo en la revista Triunfo o en el primer libro de Fernando Savater, loas insertas en pasajes que entonces ya citaban su vasta cultura y su lengua afilada. Con la Transición, Jesús Aguirre fue nombrado Director General de Música en el primer gobierno de la UCD, en 1977, lo que le sirvió, entre otras cosas, de trampolín para intimar con la Duquesa de Alba, hasta el punto de enamorarla y casarse con ella, y por tanto convertirse en Duque de Alba hasta su muerte, en 2001. Y todo ello mientras mantenía, toda su vida, relaciones homosexuales más o menos constantes y apenas discretas. (Juan García Hortelano, dice Vicent, le advirtió un día: “Jesús, tú no eres Duque de Alba. En realidad sólo has conseguido la beca Alba y si te vas de la lengua y no te portas bien, te la van a quitar”. Y eso que Aguirre se había metido tanto en el personaje aristocrático que, por ejemplo, al despedirse esa misma velada le dijo a Hortelano: “Mañana parto para el Milanesado”. ¡Como si fuera un duque del Medievo o del Renacimiento!)

Ya he dicho que Vicent no ha escrito una biografía, ni por asomo. Más bien ha recopilado una sucesión de estampas, en bastantes de las cuales, eso sí, Aguirre es el eje. Vicent fue testigo de algunas, y de otras no sabemos si ha hecho una reconstrucción fidedigna o se ha dejado llevar por la pulsión ficcional. Pero además de Aguirre, hay en el libro otros personajes (sin ir más lejos, el mismo Vicent, joven indeciso y un poco desorientado, la galerista Juana Mordó o una supuesta novia de entonces, Vicky Lobo, que más parece un arquetipo o resumen de muchas mujeres de la Transición), y varios pasajes donde Vicent ensaya una crónica muy sintética del momento político y social de España entre los 50 y los 80.

Con esta mezcolanza, el libro pierde fuerza. De hecho, esa misma sensación me asaltó hace años leyendo otros libros aproximadamente memorialísticos de Vicent, como Tranvía a la Malvarrosa o Jardín de Villa Valeria. Su estilo es muy poderoso, pero lo que funciona de maravilla en una columna, un relato de viajes o un retrato de alguien en tres folios, géneros en los que Vicent es un maestro, no sirve igual para un libro. Y los libros de Vicent acaban descoyuntados, porque el estilo no lo salva todo, no es suficiente para armar un gran libro.

Además, Aguirre, el magnífico tiene fragmentos donde Vicent suena a ya leído, como esos de ambiente o síntesis de época, y otros que, valiosos aisladamente, no acaban de tener pleno sentido en el conjunto. Es más, ese fluir de la memoria del autor parece querer establecer unas relaciones entre sucesos sociopolíticos y avatares biográficos de Aguirre que, en mi opinión, distan mucho de estar claras. Esas páginas de Vicente donde resume en pocos párrafos la historia de España son, insisto, como sus columnas. Pero aquí sobran.

Porque sobre la vida y las actitudes de Aguirre, que habrían bastado para llenar el libro, caben mejor interpretaciones psicológicas, o psicoanalíticas, que sociopolíticas. Su origen, en un ambiente cerradamente tradicional, como hijo de una madre soltera que debe pedir ayudas varias para que su hijo estudie, lo que no obsta para que Aguirre la desdeñe y casi oculte en sus épocas más rutilantes; la ausencia radical y despreocupada del padre, que tanto le afectó; su vanidad y afectación desatadas, o, sobre todo, su tremenda ambición de ascenso social, que no cejó ni siquiera al alcanzar la cumbre en la casa de Alba, son aspectos de una personalidad compleja, muy compleja, que los retazos que construye Vicent, por desopilantes o llamativos que sean, no alcanzan a describir cabalmente.

Porque el cura y duque fue muchas cosas más. Jesús Aguirre, me parece, se le ha escapado vivo al autor. Y no sólo porque él fuera un maestro en ocultarse, un especialista en escapismos, un enigma tras su brillantez verbal y social, sino porque Vicent quería otra cosa, montar un discontinuo retablo esperpéntico, y no un verdadero intento de comprender y explicar a Jesús Aguirre en todas sus facetas, incluso, que las hubo, en las más nobles o menos grotescas. (Al margen: no hay casi nada en el texto sobre los años en que, mucho antes de acabar los ochenta, pareció habérselo tragado la tierra. No publicó ningún libro más, dejó de ver, parece, a todos sus antiguos amigos, y se sumergió en otro mundo, o en otras ocupaciones. ¿Qué pasó? ¿Qué sintió e hizo en esos últimos quince años de su vida? ¿Estuvo deprimido? ¿Su matrimonio se hundió? ¿Siguió escribiendo, aunque no publicara? No sabemos nada, y desde luego Vicent casi no ha entrado en ese periodo en que él ya no lo trató.)

A Vicent le ha quedado, no obstante, un libro en general entretenido, que contiene anécdotas muy jugosas, episodios esperpénticos divertidos, y algunas frases, de Aguirre, o de sus “amigos”, que muestran un ingenio y una malicia en el uso del verbo que a los lectores nos hacen pasar un buen rato. Lástima que con todo ello no alcance para un libro de más calado.

21 febrero 2011

A menos

El otro día leí con interés una página del Diario de Navarra que analizaba el fracaso de José Antonio Camacho como entrenador del Osasuna. Entre otras cosas, el periodista, J. M. Esparza, resumía y ponía en claro comentarios que, de forma más discreta, ya habían ido apareciendo estos años pasados en los medios locales.

El periodista acusaba a Camacho de haber sido un vago en Pamplona. El de Cieza vino con mucho nombre, pero los jugadores pronto comprobaron con estupor que no preparaba los partidos, no daba instrucciones de estrategia y les solicitaba directamente que se autoorganizaran en el campo. “Sois profesionales y sabéis qué debéis hacer”, les decía. Con Camacho se instaló tal ambiente de flojera en los entrenamientos y en la preparación de los partidos que al final de su primera temporada todos los jugadores ya pidieron al presidente que lo echara.

No sé si las cosas sucedieron exactamente así. No soy ahora tan forofo como para haber seguido el asunto en detalle. Pero me interesa mucho la historia. En primer lugar como un ejemplo, muy verosímil, del fenómeno de la impostura, del abismo entre la imagen pública y la actuación privada y real de muchos personajes notorios.

Por no salir del terreno del deporte, así a botepronto me acuerdo de dos ejemplos un tanto extremos. En una película del siempre interesante Mario Camus, La vieja música, un entrenador de baloncesto con un supuesto prestigio notable en ligas norteamericanas llega a Lugo a dirigir al equipo local, y su segundo, su ayudante, descubre pronto que en realidad es un tipo que no tiene ni idea de cómo entrenar, que estamos ante un hombre que, bajo su seriedad y su prestancia, esconde una ignorancia absoluta del baloncesto. Más recientemente, otra película, Damned United, cuenta la historia de un entrenador de brillante trayectoria hasta que, sin la ayuda decisivo de su segundo, que se ha hartado de él, comprende aterrado que también carece de cualquier idea clara sobre lo que debe hacer con el Leed United, y fracasa con estrépito. Claro que en Osasuna la contribución del ayudante no ha sido tal: el segundo de Camacho, Pepe Carcelén, ha tenido todavía más fama de vago y jacarandoso que el murciano.

El episodio de Camacho tiene otra vertiente que me interesa más. Camacho fue de joven un gran lateral, trabajador, peleón, seguro, pero su trayectoria como entrenador, muy prometedora en sus inicios, dibuja con los años una pronunciada cuesta abajo, un declive que parece imparable.

¿Cuánta gente que conozco no va sufriendo una evolución similar a la de Camacho, de camino hacia versiones de sí mismo progresivamente peores? ¿Cuánta gente no es menos conforme pasan los años? Dejando de lado el inevitable declive físico, ¿cuánta gente tenía, o lo parecía al menos, más fuerza vital de joven, más arrojo, más curiosidad, más interés y más ganas de hacer cosas?

18 febrero 2011

Post-it

“Te ha llamado Magaly Marín”. Tengo un post-it sobre mi mesa de trabajo desde hace diez días que empieza así. Magaly, siempre tan amable, quería hablar conmigo de un asunto no muy urgente. A los dos días me la encontré en la calle y cruzamos tres palabras, porque ambos llevábamos prisa, y quedamos en ver cuándo podíamos charlar con más calma de lo que había motivado su llamada. No será posible. Esa misma jornada Magaly tuvo un ataque que la dejó agonizante, y a los tres días murió.

No me decido a tirar el post-it. No sé muy bien por qué, pero ahí lo tengo, inútil a estas alturas.

Hoy, al comienzo de una crítica de cine, leo en El País que “nuestras vidas penden de un hilo. Por mucho que nos aferremos al control, a la estabilidad, a la seguridad que nos ofrecen ciertos detalles de nuestro entorno, todo se puede ir a pique por un golpe del destino, por el azar, por un par de segundos arriba o abajo”.

Esto, ya sé, es un tópico, ese tipo de generalidades ciertas pero inevitablemente manidas. Sin embargo, yo miro con frecuencia el post-it.

25 enero 2011

Sukkwan Island

Un padre de mediana edad y un hijo que todavía, a sus trece años, no ha entrado en la adolescencia. Una cabaña muy aislada en Alaska, un lugar en el que la naturaleza impone elevadas exigencias. Para el padre, un retiro anhelado, la esperanza de regeneración, un entorno en que recuperar la serenidad, el equilibrio. El hijo, en cambio, no entiende bien el sentido de la aventura. El lugar lo atemoriza, las dificultades que plantea vivir en él saltan a la vista nada más llegar. Sólo ha aceptado estar ahí por los ruegos paternos. Tal vez, piensa en los mejores momentos, las cosas salgan más o menos bien. Pero su confianza, ya de entrada, es muy débil. Y eso que quiere ser útil, agradar a su padre; lo último que quisiera sería decepcionarle, aumentar su aflicción.

Pero nadie puede huir de sí mismo. Allá donde va, uno se lleva consigo, y el cambio de escenario, o la aventura romántica de sobrevivir en un entorno inhóspito, no arreglan nada cuando el dolor es muy hondo y uno lo acarrea por donde se mueva, da igual que sea una ciudad o ese paraje donde han acabado este padre y su hijo.

¿Cómo afecta a un chico la angustia incesante de su padre, la confusión desesperada? ¿Hasta qué punto le va minando al casi niño el descontrol paterno? Un chaval necesita confiar en su progenitor, sentirse seguro con él, saber que ha previsto las contingencias posibles, y sobre todo sentir la cálida tranquilidad que surge de la certeza de que el adulto tiene la madurez superior, de que posee las claves del vivir. Bien al contrario, en Sukkwan Island asistimos a la escenificación del daño que un padre brutalmente ensimismado, confundido y vacilante puede causar a su hijo.

David Vann, el autor, ha contado que su padre le pidió, cuando él tenía trece años, que lo acompañara durante una temporada en Alaska, en un paraje remoto y aislado. Él no quiso. Su padre se fue solo, y poco tiempo después se suicidó. La culpa ha perseguido desde entonces al escritor. ¿Qué habría pasado si hubieran ido juntos? Esa posibilidad desató su imaginación. El resultado se explora en este libro. Un texto que no hubiera valido nada, por supuesto, si el autor no hubiera sabido convertir su especulación, su juego imaginativo, en materia literaria de la más alta calidad.

22 enero 2011

Txelis

En 1980 me matriculé en filosofía en la Universidad del País Vasco, en San Sebastián. Yo había terminado una diplomatura en Pamplona, y fui a Donosti a engancharme con la que fue primera promoción de esa facultad. El impacto inicial al ver el edificio universitario, el día de la inscripción, resultó considerable. Aquellos muros se caían a pedazos. Y cuando comenzaron las clases, a finales de octubre, el panorama era mucho peor. Subíamos al alto de Zorroaga, al final de Anoeta, por una carretera miserable, hasta llegar a un yerbín descuidado donde cada uno aparcaba como podía, y que en aquellos días otoñales y lluviosos ya era un barrizal. En el edificio entraba el agua a chorros en más de un lugar, y en las clases algunas ventanas no tenían cristal. Recuerdo muy bien, por ejemplo, a Fernando Savater dando sus soberbias clases, impecablemente vestido, tras despojarse de su capa y de su gorra, y cómo mientras hablaba movía sus blancas y finas manos, en las que lucía dos o tres anillos. Pero nosotros veíamos que sus zapatos estaban perdidos de barro. Marca de la casa, o del lugar.

En esos años de Zorroaga, en realidad, poco nos importaba todo eso. Nos bastaba con disfrutar intensamente de lo que nos contaban los profesores, y que nosotros sorbíamos con avidez. La filosofía era en esas clases algo tan vivo y cautivador que salíamos pletóricos, vitaminados y en ebullición, deseando sumergirnos en interminables conversaciones que prolongaran el discurso docente, y en libros y más libros que nos esperaban y que necesitábamos leer.

En ese grupo de alumnos, Txelis ejercía aquellos primeros meses de líder indiscutible. Txelis, así sin más. Tardé tiempo en saber que se llamaba José Luis Álvarez Santacristina. Nadie lo había elegido para nada, pero él tenía madera de jefe y parecía nuestro delegado, la voz natural y autorizada de los estudiantes. Sólo hablaba en euskera (una vez le oí hablar en castellano, pero fue en una librería donde él acompañaba a una señora mayor), y sin embargo intervenía en todas las clases, aunque los profesores no entendieran nada de lo que les decía, y aunque un cuarenta o un cincuenta por ciento de sus compañeros tampoco nos enteráramos, o sólo parcialmente. En mangas de camisa en pleno invierno, mayor que nosotros (ahora sé que había sido seminarista), Txelis, al que en los ambientes abertzales de Donosti su fama de borroka le precedía, como me contó una compañera de clase, tenía una afinidad especialmente cordial con uno de los profesores más fascinantes, Víctor Gómez Pin, que cuando estaba inspirado nos dejaba boquiabiertos con sus clases sobre Kant, Freud o Levi Strauss.

Recuerdo un día en que Gómez Pin dejó que Txelis nos diera la clase. Tuvo que ser sobre Kant, porque en eso andábamos entonces. Yo no entendí nada o casi nada, por lo del euskera, pero, signo de los tiempos, tampoco me recuerdo molesto o inquieto: la culpa, pensábamos mansamente, estaba en nosotros, en quienes, de forma activa o pasiva, por convencidos o por estúpidos e irreflexivos, compartíamos los supuestos fundamentales del nacionalismo vasco y por tanto, al no saber euskera, éramos seres incompletos, limitados, inferiores.

Empezamos las clases en octubre, y en marzo de 1981 Txelis desapareció. Su presencia era tan ostensible que su ausencia no lo fue menos. Pero nadie habló del asunto, al menos delante de mí. Todos entendimos, sin asomo de duda, que habría pasado “al otro lado” por algo relacionado con ETA. Ese “otro lado”, Euskadi Norte o Iparralde, que entonces, tiempos todavía de Giscard, era para los etarras la Casa de Tócame Roque, su lugar (bastante) seguro.

En los años posteriores salió en los periódicos que en algún momento Txelis había pasado a ser uno de los jefes de ETA. Y, al mismo tiempo, supe por otras vías, amicales (y por tanto más seguras), que Txelis seguía estudiando al tiempo que producía los comunicados y textos de ETA (¿se acuerdan de la alternativa KAS, publicitada hasta la náusea?), que los profesores de Zorroaga lo habían calificado y aprobado para que terminara la carrera, y que gracias a la intermediación decisiva de Víctor Gómez Pin había llegado a ser doctor en filosofía por la Sorbona. Todo eso sucedía, hay que recordarlo, mientras ETA mataba a mansalva y muchos seguíamos, al menos en parte, en la inopia. Aristóteles, Kant, Wittgestein… Muy interesante todo, entre citas con los pistoleros, redacción de todas las justificaciones del pistolerismo y el coche bomba, reuniones, adjudicación de “encargos” y más reuniones. (Es muy llamativo que en los años ochenta, con todos los crímenes horrendos que cometía ETA, muchos profesores de la UPV hicieran tantos esfuerzos a favor de Txelis y otros colegas suyos, como si se pudiera olvidar a qué se dedicaban sobre todo…)

Luego vino lo que ya sabemos por los periódicos: su detención con el resto de la cúpula de ETA en 1992, y su transformación, en las cárceles, en un disidente de la banda, al compás, se dice, de una intensificación de su fe religiosa. Este domingo pasado “El Mundo” traía un reportaje sobre él donde se hablaba de la tesis doctoral de teología que está terminando sobre los curas Setién y Ellacuría, y de cómo aprovecha sus salidas diarias de la cárcel (ya sólo duerme en ella) para ir habitualmente a misa y comulgar.

El Estado ha sido, está siendo, muy clemente con Txelis. En poco tiempo, con sólo 18 años de prisión efectiva, estará libre totalmente. Aunque sólo fuera por eso, ¿es justificable su silencio, o que sus poquísimas manifestaciones públicas se hayan hecho para hablar de Dios, amar al prójimo como a uno mismo y glosar las florecillas del campo? ¿No es exigible que diga algo, claro, razonado y sincero, sobre lo que verdaderamente nos importa a los ciudadanos? ¿Cuál es el grado de su arrepentimiento? ¿Cuál es su explicación de lo que ha hecho, y de lo que le ha alejado de ETA? Sobre todo ello, como de nada que tenga que ver con aquellos años, ha dicho Txelis una sola palabra pública. Lo poquísimo que sabemos de sus posiciones políticas, de hecho, se debe a que la policía ha interceptado comunicaciones internas en las cárceles.

No podemos pedir nada a los que no se arrepienten nunca de haber matado. Con ellos sólo cabe aplicar el peso de la ley. No hacen falta palabras. Pero los que se arrepienten, ¿no están obligados a hablar, a explicarse, a pedir perdón públicamente? ¿No es repugnante que Txelis adopte una pose ofendida y silente cuando un periodista le pregunta algo sobre su pasado y su presente político?

Como esto es un blog, no voy a entrar en consideraciones más extensas sobre el problema del arrepentimiento. Pero ¿es suficiente con decir “lo siento”? Un día oí a Gustavo Bueno afirmar que los terroristas sólo tendrían una salida digna: el suicidio. No me pareció ningún disparate. ¿Cómo se convive con el pasado? ¿Cómo se sitúa frente a él un exterrorista?

20 enero 2011

El rector de Justin, de Louis Auchincloss

Hace años que disfruto con los libros de Louis Auchincloss. Este abogado y escritor americano, que murió en enero de 2010, con 93 años, publicó durante más de seis décadas un nutrido conjunto de obras. Poco más de diez se han traducido al castellano, entre novelas y colecciones de relatos, a veces en versiones muy mediocres. Pese a tales limitaciones, podemos leer algunos libros de Auchincloss que merecen, y mucho, la pena. Por ejemplo, El rector de Justin, que en una nueva traducción ha sacado recientemente Libros del Asteroide —editorial, por cierto, que dio a la luz hace tres años otra magnífica novela del autor, La educación de Oscar Fairfax, sobre la que escribió con gran tino Roberto Valencia—.

Los personajes de Auchincloss son casi siempre profesionales acomodados, abogados de prósperos bufetes o ejecutivos de empresa. Muchos de ellos (como el propio Auchincloss, en realidad) tienen una sólida formación literaria y veleidades artísticas, que concilian con la intensa dedicación a las actividades jurídico-mercantiles, mucho más lucrativas. Al fondo del escenario, casi siempre en lugares secundarios, abundan las esposas que padecen los movimientos de sus maridos, o bien mujeres que han adquirido fortuna gracias a un esposo rico, del que lograron un buen divorcio, o que oportunamente falleció y les legó su fortuna. Esta gente puede mantener, al menos en apariencia, estrictos principios morales, vinculados a un protestantismo episcopaliano, o bien ser arribistas carentes de cualquier escrúpulo que luchan como fieras en la selva de los negocios o los pleitos.

En ese medio los personajes de Auchincloss toman decisiones, optan en dilemas morales, buscan con más o menos determinación su lugar en el mundo, con frecuencia enfrentados con padres poderosos a los que suceden en los negocios o defraudan por su carácter medroso o hedonista. La hipocresía, el apego, temor o rechazo a los convencionalismos de una sociedad acomodada y puritana, la culpa, la duda, el pragmatismo, la ironía y el cinismo son algunos de los elementos que condimentan su modo de actuar.

El rector de Justin, una de sus novelas más conocidas, se desplaza ligeramente hacia otro terreno, ya que el protagonista no es abogado, sino un clérigo episcopaliano, Francis Prescott, fundador y rector durante cincuenta años de un colegio elitista de educación secundaria, en Nueva Inglaterra, encargado de la formación preuniversitaria de futuros líderes de la industria o los despachos. Ese rector, partidario de una rigurosa formación clásica y humanística y del valor educativo de la disciplina y del deporte, es un hombre enérgico, formalista, severo, mordaz, seguro de sí mismo hasta la arrogancia, pero al mismo tiempo pragmático, astuto, mundano. Un hombre que ha querido, desde el inicio, imprimir su sello a todas las facetas del desenvolvimiento del colegio.

Auchincloss ha optado, para retratar a este hombre poderoso, por un narrador marginal pero cercano a él, un narrador sólo relativamente fiable porque su perspicacia psicológica es escasa, un joven profesor aspirante a clérigo, algo lerdo, inseguro, débil, asustado, que tal vez por eso mismo se convierte en admirador rendido y fiel depositario de las confidencias del rector, y también de las palabras y papeles de otras personas que en distintos momentos recordaron alguna época o episodio relevante en la vida de Prescott. Con el diario de ese testigo imperfecto y los documentos complementarios teje Auchincloss un retrato de Prescott que progresivamente va ganando en complejidad a los ojos del lector, ya que aparecen sus convicciones más rígidas y sus grandezas como líder omnímodo del colegio, pero también sus contradicciones, sus errores obstinados y algunas miserias asociadas a su condición de visionario inflexible. Al mismo tiempo se va ampliando el campo de juego y entran en escena personajes que convivieron o conviven con Prescott en alguna etapa de su vida: alumnos y exalumnos, amigos y enemigos, mujeres e hijas, gestores y mecenas del colegio —a los que Prescott desdeña pero necesita, porque sus donaciones económicas son vitales—.

En el cuadro de Auchincloss, como en todos sus libros, predominan los grises. Ni Prescott ni nadie es de una pieza, y precisamente la descripción de su discurrir vital, de sus encuentros y desencuentros, y las reflexiones sobre todo ello componen la materia de la novela. Las obras de todos los personajes están llenas de claroscuros. Cuando el libro arranca, Prescott tiene ochenta años y se resiste a abandonar el férreo control del colegio. Pero termina resignándose ante la evidencia de que sus alumnos, y los prósperos exalumnos, no son de la pasta que él hubiera querido, no poseen el carácter idealista, disciplinado y puro que él quiso imprimirles, y ya no secundan sumisamente sus designios. Son mucho más prácticos, acomodaticios y banales, mucho más entregados a la riqueza y a la ética capitalista más despiadada de lo que él soñó al crear el colegio. Los nuevos tiempos (la novela termina en 1945) van a acentuar esos rasgos, los viejos modelos van a ir derrumbándose, y Prescott comprende, no sin rabia y dolor, que su obra ya ha dejado de pertenecerle, que su peso moral va a ir evaporándose. Diario de un yuppie, novela de Auchincloss de 1980 que publicó Anagrama, describirá un estadio más avanzado en ese proceso de pérdida de los viejos modales caballerescos y puritanos.

Aunchincloss, un señor rico e influyente en Nueva York, fue siempre un escritor alejado de cualquier experimentalismo, y también de la complejidad estructural y estilística de escritores tan admirados por él como Proust o Henry James. De hecho, en este libro hay un fragmento en el cual satiriza, como propia de un trastornado, la escritura moderna que abandona los modos serenos y clásicos. Es un autor que apuesta todo el atractivo de sus libros a la composición de personajes psicológicamente bien delineados, que actúan y entran en disputas profesionales, sentimentales o de conciencia, y que saben analizar sus conductas. Personajes, muchas veces, que, como en esta novela, llevan un diario donde registran el acontecer cotidiano, vuelcan sus pensamientos más íntimos y se justifican con más o menos convicción. El lector asiste a esta indagación psicológica y moral un punto fascinado, siempre enganchado, disfrutando y pensando. Al menos, así he vivido yo todos los libros de Louis Auchincloss.