22 enero 2011

Txelis

En 1980 me matriculé en filosofía en la Universidad del País Vasco, en San Sebastián. Yo había terminado una diplomatura en Pamplona, y fui a Donosti a engancharme con la que fue primera promoción de esa facultad. El impacto inicial al ver el edificio universitario, el día de la inscripción, resultó considerable. Aquellos muros se caían a pedazos. Y cuando comenzaron las clases, a finales de octubre, el panorama era mucho peor. Subíamos al alto de Zorroaga, al final de Anoeta, por una carretera miserable, hasta llegar a un yerbín descuidado donde cada uno aparcaba como podía, y que en aquellos días otoñales y lluviosos ya era un barrizal. En el edificio entraba el agua a chorros en más de un lugar, y en las clases algunas ventanas no tenían cristal. Recuerdo muy bien, por ejemplo, a Fernando Savater dando sus soberbias clases, impecablemente vestido, tras despojarse de su capa y de su gorra, y cómo mientras hablaba movía sus blancas y finas manos, en las que lucía dos o tres anillos. Pero nosotros veíamos que sus zapatos estaban perdidos de barro. Marca de la casa, o del lugar.

En esos años de Zorroaga, en realidad, poco nos importaba todo eso. Nos bastaba con disfrutar intensamente de lo que nos contaban los profesores, y que nosotros sorbíamos con avidez. La filosofía era en esas clases algo tan vivo y cautivador que salíamos pletóricos, vitaminados y en ebullición, deseando sumergirnos en interminables conversaciones que prolongaran el discurso docente, y en libros y más libros que nos esperaban y que necesitábamos leer.

En ese grupo de alumnos, Txelis ejercía aquellos primeros meses de líder indiscutible. Txelis, así sin más. Tardé tiempo en saber que se llamaba José Luis Álvarez Santacristina. Nadie lo había elegido para nada, pero él tenía madera de jefe y parecía nuestro delegado, la voz natural y autorizada de los estudiantes. Sólo hablaba en euskera (una vez le oí hablar en castellano, pero fue en una librería donde él acompañaba a una señora mayor), y sin embargo intervenía en todas las clases, aunque los profesores no entendieran nada de lo que les decía, y aunque un cuarenta o un cincuenta por ciento de sus compañeros tampoco nos enteráramos, o sólo parcialmente. En mangas de camisa en pleno invierno, mayor que nosotros (ahora sé que había sido seminarista), Txelis, al que en los ambientes abertzales de Donosti su fama de borroka le precedía, como me contó una compañera de clase, tenía una afinidad especialmente cordial con uno de los profesores más fascinantes, Víctor Gómez Pin, que cuando estaba inspirado nos dejaba boquiabiertos con sus clases sobre Kant, Freud o Levi Strauss.

Recuerdo un día en que Gómez Pin dejó que Txelis nos diera la clase. Tuvo que ser sobre Kant, porque en eso andábamos entonces. Yo no entendí nada o casi nada, por lo del euskera, pero, signo de los tiempos, tampoco me recuerdo molesto o inquieto: la culpa, pensábamos mansamente, estaba en nosotros, en quienes, de forma activa o pasiva, por convencidos o por estúpidos e irreflexivos, compartíamos los supuestos fundamentales del nacionalismo vasco y por tanto, al no saber euskera, éramos seres incompletos, limitados, inferiores.

Empezamos las clases en octubre, y en marzo de 1981 Txelis desapareció. Su presencia era tan ostensible que su ausencia no lo fue menos. Pero nadie habló del asunto, al menos delante de mí. Todos entendimos, sin asomo de duda, que habría pasado “al otro lado” por algo relacionado con ETA. Ese “otro lado”, Euskadi Norte o Iparralde, que entonces, tiempos todavía de Giscard, era para los etarras la Casa de Tócame Roque, su lugar (bastante) seguro.

En los años posteriores salió en los periódicos que en algún momento Txelis había pasado a ser uno de los jefes de ETA. Y, al mismo tiempo, supe por otras vías, amicales (y por tanto más seguras), que Txelis seguía estudiando al tiempo que producía los comunicados y textos de ETA (¿se acuerdan de la alternativa KAS, publicitada hasta la náusea?), que los profesores de Zorroaga lo habían calificado y aprobado para que terminara la carrera, y que gracias a la intermediación decisiva de Víctor Gómez Pin había llegado a ser doctor en filosofía por la Sorbona. Todo eso sucedía, hay que recordarlo, mientras ETA mataba a mansalva y muchos seguíamos, al menos en parte, en la inopia. Aristóteles, Kant, Wittgestein… Muy interesante todo, entre citas con los pistoleros, redacción de todas las justificaciones del pistolerismo y el coche bomba, reuniones, adjudicación de “encargos” y más reuniones. (Es muy llamativo que en los años ochenta, con todos los crímenes horrendos que cometía ETA, muchos profesores de la UPV hicieran tantos esfuerzos a favor de Txelis y otros colegas suyos, como si se pudiera olvidar a qué se dedicaban sobre todo…)

Luego vino lo que ya sabemos por los periódicos: su detención con el resto de la cúpula de ETA en 1992, y su transformación, en las cárceles, en un disidente de la banda, al compás, se dice, de una intensificación de su fe religiosa. Este domingo pasado “El Mundo” traía un reportaje sobre él donde se hablaba de la tesis doctoral de teología que está terminando sobre los curas Setién y Ellacuría, y de cómo aprovecha sus salidas diarias de la cárcel (ya sólo duerme en ella) para ir habitualmente a misa y comulgar.

El Estado ha sido, está siendo, muy clemente con Txelis. En poco tiempo, con sólo 18 años de prisión efectiva, estará libre totalmente. Aunque sólo fuera por eso, ¿es justificable su silencio, o que sus poquísimas manifestaciones públicas se hayan hecho para hablar de Dios, amar al prójimo como a uno mismo y glosar las florecillas del campo? ¿No es exigible que diga algo, claro, razonado y sincero, sobre lo que verdaderamente nos importa a los ciudadanos? ¿Cuál es el grado de su arrepentimiento? ¿Cuál es su explicación de lo que ha hecho, y de lo que le ha alejado de ETA? Sobre todo ello, como de nada que tenga que ver con aquellos años, ha dicho Txelis una sola palabra pública. Lo poquísimo que sabemos de sus posiciones políticas, de hecho, se debe a que la policía ha interceptado comunicaciones internas en las cárceles.

No podemos pedir nada a los que no se arrepienten nunca de haber matado. Con ellos sólo cabe aplicar el peso de la ley. No hacen falta palabras. Pero los que se arrepienten, ¿no están obligados a hablar, a explicarse, a pedir perdón públicamente? ¿No es repugnante que Txelis adopte una pose ofendida y silente cuando un periodista le pregunta algo sobre su pasado y su presente político?

Como esto es un blog, no voy a entrar en consideraciones más extensas sobre el problema del arrepentimiento. Pero ¿es suficiente con decir “lo siento”? Un día oí a Gustavo Bueno afirmar que los terroristas sólo tendrían una salida digna: el suicidio. No me pareció ningún disparate. ¿Cómo se convive con el pasado? ¿Cómo se sitúa frente a él un exterrorista?

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Supongo que personajes como este siempre tienen una "causa superior" que los libera de ser responsables de sus actos. En realidad han sido guiados por tan "altas causas" que se pueden permitir no tener ningún respeto por la vida ni las opiniones de nadie.
Y encima se creen en la obligación de servirnos de guía.
Repugnan.

peri

Anónimo dijo...

Comulgar. Siempre comulgar.

Anónimo dijo...

cuando salga en libertad, Igual toma los hábitos. no sería la primera ni la última vez que para soportar las regurgitaciones del pasado algunas personas buscan ese refugio. sin soltar prenda, claro. porque Dios ya sabe.

Anónimo dijo...

en esto anda gómez pin: http://vimeo.com/3098568

Anónimo dijo...

Un tema interesante, a los de un lado hay que exigirles arrepentimiento, pero a la "x" del GAL no, cómo conviven con el pasado aquellas personas que han tenido puestos de responsabilidad, aquellos jueces que han hecho la vista gorda a los torturados, ... interesante