08 abril 2011

Barney de nuevo. La película

Ayer vi al fin El mundo según Barney, la película. Fue un error. Tengo todavía la mente llena de la espléndida novela de Mordecai Richler, La versión de Barney (¿por qué no han respetado en castellano el título original de la película y del libro?). Y con ese recuerdo tan reciente y vivo de las sutilezas del texto, de los meandros por los que discurre la memoria de Barney, de las trampas, omisiones, juicios gruesos y ataques irónicos o rabiosos que despliega esa poderosa primera persona en la novela, ese Barney que en la vejez cada vez más asediada por el Alzheimer quiere ofrecer su versión de lo que le sucedió, pues era imposible que disfrutase de la película con ojos limpios. Si la hubiera visto hace un mes, o dentro de unos años, supongo que podría haberme forjado un juicio muy distinto. Cuántas películas maestras, por ejemplo del cine clásico de Hollywood, se basaron en novelas que no conocemos: mejor, mucho mejor, nuestra consideración de ese cine es más desprejuiciada.

Con todo, creo que es una película muy aseada, digna, y que Paul Giamatti, el actor que interpreta a Barney, demuestra ser tan grande como en otras historias en que también bordaba a hombres fundamentalmente buenos, pero que llevaban dentro dosis llamativas de torpeza, furia y resentimiento. Hombres (¿recuerdan Entre copas, o American Splendor?) apaleados, carentes del equilibrio, la elegancia y la seguridad que exhiben otras personas con las que conviven. Los Barney de este mundo meten la pata, comen o beben demasiado y dicen tonterías en los momentos más inoportunos, tanto que a veces, en lugar de mostrar su generosidad y perspicacia, resultan unos gilipollas. Luego, ay, se arrepienten y flagelan, pero ya es tarde.

No voy a detallar los muchos aspectos de la novela que han desaparecido en la película, varios de ellos esenciales en la vida de Barney. Pero ya que escribo en un lugar azotado por los nacionalismos, lamento que se haya esfumado algo que, sin ser fundamental, impregna el presente (año 1995) de la novela: la cuestión de la independencia de Quebec. La novela no es que sea profundamente canadiense (eso también se ha perdido en la película), es que transcurre en un Montreal que vota la posible secesión de Quebec. En ese referendum de 1995 los independentistas francófonos estuvieron más cerca que nunca del triunfo, al lograr el 49,6 de los votos. Y Barney y algunos de sus amigos, biblingües como Mordecai Richler (autor, por cierto, de importantes libros contra los mitos del nacionalismo quebequés), pero contrarios a la segregación, no se recatan en juicios mordaces sobre lo que leen y escuchan, sobre los gobernantes del Parti Québécois y sobre los inspectores lingüísticos, que multan no a los que olvidan el francés en cualquier rótulo o texto (eso sería un delito grave), sino a quienes no disponen los textos en inglés en un tamaño mucho menor que en francés.

En fin, no hagan como yo. Si leen La versión de Barney, no vayan al cine. Al menos mientras la desmemoria no haya culminado su trabajo.

P. D. Un detalle muy menor: como homenaje a Mordecai Richler, un autor especialmente famoso y querido en Canadá, pese a su mordacidad, en la película aparecen como secundarios los cineastas más conocidos del país: Atom Egoyan, David Cronenberg y, en dos escenas, Denys Arcand, el director, entre otras, de El declive del imperio americano y de Las invasiones bárbaras. Un francófono independentista, pero muy amigo de Richler. Y la amistad es lo primero.

05 abril 2011

Hombres que hablan en bares

Disfrutando la semana pasada de nuevo, y a lo grande, con La versión de Barney (la novela, aclaro, que la película todavía no la he visto), me di cuenta de que había un tipo de escenas cuya aparición aguardaba con gran ilusión: aquéllas en que Barney se aposenta en su bar preferido, Dink, como lleva muchos años haciéndolo, y donde, aparte de beber como un cosaco, pega la hebra con quien sea. En ese bar todos los parroquianos se dedican con entusiasmo al trago, pero les da el cuerpo, entre licor y licor, también para soltar pullas y gansadas, sentencias y filosofar, recordar viejos tiempos, fanfarronear y largar peroratas que nadie escucha, repetirse como una carraca, picarse o insultarse, y, muy de vez en cuando, arriesgar confidencias. Pocas, por descontado, con medias palabras, y entreveradas de mistificaciones, que no en balde hablamos de un mundo muy masculino, rudo, irónico, reservado, incluso machote. Por eso tampoco resulta extraña la figura del bebedor casi mudo. La noche se alarga tontamente, siempre hay quien se anima a otra copa más y lía al resto de la concurrencia, que si la espuela, que si espera un poco, que ponme la última, y la mente se embota, y todos acaban incorporándose con muchas dificultades y yéndose a casa con paso vacilante, entre brumas y veras.

Ese mundo de hombres en bares, horas y horas apostados sobre taburetes en la barra, o de pie sin más –es decir, no sentados alrededor de una mesa en tertulia con un café o simplemente una consumición, con la conversación como eje- me ha procurado momentos muy dichosos en esta novela, pero también en otras. Así, en un primer golpe, recuerdo dos de Richard Russo, Ni un pelo de tonto (en particular gracias al memorable Sully) y Empire Falls, así como varias del primer Luis Mateo Díez, como Las estaciones provinciales, La fuente de la edad o El expediente del náufrago, en las cuales, con el telón de fondo del más negro franquismo, los personajes sólo alcanzaban un modesto respiro en tascuces con barra de zinc y mucho serrín en el suelo, cáscaras de gamba y vino peleón, al tiempo que se repetían sucedidos chuscos o salaces. Y seguro que otros lectores podrían aportar muchos más ejemplos. En la televisión recuerdo una serie de éxito en los ochenta, Cheers.

Lo que hace atractivas esas escenas es la magia de la literatura, por supuesto. Y en particular el humor, sombrío, negrísimo, irónico, sarcástico, cínico, o apoyado en la pura mala leche, en diálogos vivaces que retratan a la perfección a hombres con su punto de turbiedad, desesperanza, misoginia, gracia y dolor.

Cosa distinta es que, si abandonamos los predios de la literatura y el talento del novelista, y nos venimos a los de la realidad más municipal, podamos topar con bastantes especímenes que, después de consumir tantas horas de su vida en los bares, bebiendo, y farfullando con lengua de trapo cuando el alcohol hace su labor, han alcanzado preciados honores en la galería de los fantasmones. En mi vida “real”, si se puede decir así (¿no es real el tiempo que he pasado entre libros?), he conocido a muchos tipos de esos que no pasaban de ser unos fiemos, al menos cuando alcanzaban un grado de maceración suficiente.