09 mayo 2011

Los dioses tienen sed

Como vi hace un mes que la editorial Barril & Barral ha reeditado, una vez más, Los dioses tienen sed, la novela de Anatole France sobre el periodo del Terror jacobino (1793-94) en la Revolución Francesa, tiré de mi fondo de biblioteca personal para leerla. Tengo desde 1990 una edición mucho más fea que la que acaba de salir en esta joven y exquisita editorial, pero a la postre comprobé que la nueva, como la mía y casi todas las que hay en el mercado español, aprovecha la vieja traducción de Luis Ruiz Contreras, un admirador fanático de Anatole France que vertió al castellano la gran mayoría de sus libros en el primer tercio del siglo pasado.

Es paradójico: cuando France publicó este libro, en 1912, era ya un hombre de izquierdas, muy radicalizado políticamente, un intelectual que, a partir de la conmoción que en él y en otros muchos provocó el caso Dreyfuss, había abrazado el socialismo. Incluso en los últimos años de su vida, ya muy mayor, se dejó utilizar por los comunistas. Y digo que es paradójico porque el significado político de su novela es muy otro.

Anatole France no fue sin más un conservador, un añorante del Antiguo Régimen que abominara de la Revolución. Pero era lo suficientemente lúcido para entender que los nuevos tiempos habían traído, a partir de la dinámica desencadenada en 1789, nuevas patologías del poder, que los sueños de la razón engendran monstruos y que en las mejores intenciones pueden anidar delirios horrorosos. Por ello, y visto lo que escribió sobre los sucesos revolucionarios franceses, cabe sospechar con fundamento que la fe en el socialismo que poseía cuando escribió este libro, en 1912, no le habría obnubilado si hubiese vivido lo suficiente para observar en qué se iba a convertir, muy pronto, la Revolución Rusa, que él conoció sólo en sus inicios.

El paralelismo entre ambas revoluciones, por cierto, no lo estableció él. Sin ir más lejos, un comunista francés de primera hora, Mathiez, escribió en 1920 que “jacobinismo y bolchevismo son en el mismo sentido dos dictaduras, nacidas de la guerra civil y de la guerra extranjera, dos dictaduras de clase, que recurren a los mismos medios, al terror, a la requisa y a los impuestos y que se proponen en última instancia una meta semejante, la transformación de la sociedad, y no solamente de la sociedad rusa o de la sociedad francesa, sino de la sociedad universal”. Fácil es colegir, si se lee Los dioses tienen sed, que el amargo retrato del Terror jacobino que Anatole France realiza, hubiera podido inspirar sus críticas a la Revolución Rusa de haber vivido lo suficiente.

Los dioses tienen sed dibuja la trayectoria de Evariste Gamelin, un joven artista de poca monta que malvive, lleno de ardor revolucionario, en el París de 1793. Casi por azar (y también por mal cálculo de una dama que considera al artista un tonto útil), Gamelin llegará a ser un poderoso miembro de los tribunales revolucionarios que deciden la suerte y la vida de miles de personas en ese momento, juzgadas por su desafección con el poder jacobino. Y Evariste Gamelin ejercerá su función inquisidora y condenatoria con una escrupulosidad implacable.

Lo mejor de la novela de Anatole France es su crítica suave pero feroz, y muy bien circunstanciada, de lo que en el siglo XX comenzó a denominarse el totalitarismo, merced sobre todo a los libros de Hanna Arendt y sus análisis sobre el nacionalsocialismo y el comunismo. La novela es, en este sentido, la historia de la formación y desarrollo de una conciencia, la de alguien que, partiendo de intensos sentimientos de amor por la humanidad, va consolidando una mirada y una acción implacables y brutales sobre los humanos concretos y singulares.

Gamelin es al principio un joven torpe, un poco obtuso, orgulloso, rígido, exaltado, lleno de resentimiento, enemigo de los placeres y con una misoginia mayúscula. Sobre esa base psicológica avanza su implicación en la causa jacobina. La patria y la revolución están en peligro, y es preciso que los que quieren salvarla sostengan el pulso con firmeza y estén dispuestos a sacrificarse y, sobre todo, a mantener una conducta inflexible y despiadada hacia todos aquellos que cuestionan de algún modo el poder, o son escépticos, o débiles, o manifiestan la más mínima disidencia, por banal que pueda parecer.

¿Cuál es el límite de la locura criminal de estos nuevos poderosos? Pues es variable, movedizo. Por resumir: el que en cada momento marquen Robespierre y seguidores como Gamelin. Deben ser liquidados todos los que no coincidan en cada coyuntura con la posición del núcleo dirigente, sea ésta la que sea. Así, los hay que están contra la revolución porque añoran el régimen anterior y profieren vivas al rey depuesto, pero también hay contrarrevolucionarios que lo son porque predican un ateísmo radical que confunde al pueblo y debilita su moral. Unos son sospechosos por reaccionarios, otros por excesivamente izquierdistas. Unos por derrotistas, otros por descreídos, y los de más allá porque dicen o hacen algo que los que mandan, en ese instante, juzgan poco patriótico. Llega un punto en que los jacobinos han puesto en marcha un mecanismo tan infernal que ellos mismos serán víctimas de quienes, siendo hasta entonces sus correligionarios, prevén atemorizados su propio viaje a la guillotina, por lo cual se adelantan a derrocar y eliminar a Robespierre y sus más fieles.

En la novela de Anatole France hay más, mucho más, porque Gamelin no es el único personaje. Más bien es el centro de una constelación de personajes, la mayoría de los cuales acabarán siendo víctimas de la lógica inexorable que guía al pintor. El novelista es suficientemente bueno como para lograr que todos ellos resulten creíbles, gracias a lo bien delineados que están. Aristócratas estoicos y descreídos que sobreviven, tras el seísmo de 1789, en la más extrema indigencia; religiosos barnabitas bondadosos y siempre humildes —salvo cuando se les confunde con miembros de otras órdenes que ellos consideran de menos pedigrí—; hombres o mujeres que se juegan y pierden la vida por amor o amistad, sentimientos que anteponen a cualquier idea política; demagogos y oportunistas que conocen el modo de nadar en todos los cambios; mujeres sensuales, atraídas por la fuerza y crueldad que otorga el nuevo poder; madres desgarradas entre hijos con caminos opuestos… A todos los pinta Anatole France con cuidado, con matices, con piedad. Incluso hay piedad y comprensión profunda en los perfiles de Evariste Gamelin y del propio Robespierre, ya que podemos creer en su sinceridad cuando explican que la fría determinación asesina es transitoria, un estadio inevitable en el camino hacia la verdadera justicia que algún día llegará, cuando el país se haya librado, con el concurso de la guillotina, de todos los que obstaculizan ese radiante y hermoso porvenir.

La casualidad ha hecho que por los mismos días que leía esta novela, picoteara con frecuencia, por otros motivos, en el Diccionario Pla de literatura, un grueso libro en el que Valentí Puig recopiló muchos comentarios y juicios de Josep Pla sobre la literatura y los autores que leyó. Anatole France no era un escritor que entusiasmara al escritor catalán. Pero leyendo las páginas que le dedica, encuentro estas líneas, que me parecen muy exactas después de leer Los dioses tienen sed:

France ha visto siempre el mundo y la vida como un minúsculo enjambre de animalillos afanándose sobre la superficie de un planeta perdido dentro de la grandiosidad de las leyes de la gravitación universal, pero no por eso ha dejado ni un momento de entregarse a la búsqueda de la justicia y el camino marcado por el rayo del sentimiento. La política, en el más puro sentido del término, le ha hecho temblar la voz de emoción; la lucha contra la injusticia –política o económica— le ha humanizado el trabajo literario de orfebrería.