20 febrero 2012

Chéjov en el hospital

De pronto todo se trastoca: citas, compromisos, el ritmo laboral. La enfermedad de mi padre nos obliga a entrar de nuevo en una vida extraña, tediosa y extenuante, paralela a la “normal”, en esa vida que padecen los enfermos internados, en primer lugar, pero también quienes los cuidan. Esta vez el ingreso se produce en una clínica que atiende sobre todo a ancianos. Abundan por tanto familiares cuarentones y cincuentones. Veo por los pasillos mucho chándal, caras macilentas, abotargadas (la luz tampoco ayuda nada), revistas de pasatiempos, y carros con pañales, sábanas y toallas que las auxiliares mueven cada dos por tres. La comida, como los viejos deben comer poco, es de supervivencia, en cantidad y calidad. El aburrimiento es cósmico, así que hay mucha televisión encendida, por la que cobran una tasa diaria que debería permitirnos ver no la basura de la TDT, sino la colección completa, y con extras, de Los Soprano, The Wire y A dos metros bajo tierra. Para ser justos, hay que decir que la atención de todo el personal es excelente, y que los discursos sobre la importancia de una buena sanidad pública ganan aquí alma corazón y vida. Los pacientes, con una calidad de vida mermada por los achaques y la edad, se van acercando a la niñez, así que no quieren admitir ninguna mejoría en su estado, supongo que por miedo de que los cuidadores aprovechemos cualquier reconocimiento de avance para huir de estampida hacia la vida de fuera, esa que hemos debido abandonar temporalmente –y que tampoco es nada del otro mundo, claro, pero al menos resiste mejor el tedio-.

Por pura casualidad las primeras horas en urgencias, interminables, me pillan leyendo El pabellón número 6, una novela corta de Chéjov. La biblioteca de Barañain ha organizado una tertulia esta semana sobre Chéjov, a partir de la lectura dramatizada de Tío Vania que un grupo prepara hace tiempo. No había leído El pabellón número 6 y me causa una impresión formidable, casi tanta como la que se dice que le provocó a Lenin. Hay en ella una descripción descarnada y brutal de la atención médica en la Rusia de finales del XIX, y en particular de la psiquiátrica. Me hace recordar la impresión que ¡casi cien años después! tuve en el manicomio de Pamplona al ver a enfermos mentales mezclados con gente desgraciada, pobre y un poco lela, en un revoltijo nada científico, de una sordidez color de rata. Pero hay más en Chéjov, mucho más. Por ejemplo, la manera en que uno puede ser clasificado como loco en cuanto disienta de las costumbres establecidas, al menos en comunidades pequeñas, cerradas y miserables. Y, como tantas otras veces en el autor ruso, un lamento desesperado por la indolencia de gentes instruidas que deberían impulsar mejoras pero no lo hacen, médicos y altos funcionarios que se acomodan al ambiente de estupidez obtusa y corruptelas que devora toda ilusión reformista. Aplazar, divagar, perorar, cifrar las mejoras en un futuro muy lejano, matar el tiempo, frustrarse… Motivos recurrentes en Chéjov, en sus cuentos, en sus bellísimas obras de teatro.

Mi padre mejora. Ya no se ahoga por el simple esfuerzo de levantar el brazo. Entrecierra los ojos, aburrido, mata las horas como puede, y sueña con volver a su gustosa independencia. Osasuna, a tono con la coyuntura, nos decepciona el sábado con su juego penoso, como de pelotón en patio infantil. Mejor apagamos la luz, a ver si en el dormir hay misericordia.

13 febrero 2012

Mi primer destino

El 11 de febrero de 1982, hace ahora treinta años, llegué en autobús a un pueblo de la Ribera, a mi primer día de trabajo como maestro. Mi primer destino. La enseñanza, a priori, me parecía un buen oficio, pero también un vehículo para algunos de los sueños de emancipación cultural y política que movían impetuosamente mi ánimo. En el pueblo, grande, muy feo, tan irregular en su trama urbana y sus construcciones como todos los de la Ribera, nos recibió el director de la escuela en su segundo despacho, el bar donde a diario echaba una copa y unos párrafos después de comer. Era un hombre más ocupado y preocupado con la granja de pollos que poseía que con la gestión educativa. En la sala de profesores, donde esa misma tarde asistí a mi primera reunión “de coordinación”, se podía cortar el aire: dos maestros acababan de romper su matrimonio poco antes y la hostilidad entre ellos, feroz, impregnaba cualquier diálogo didáctico. Ella desapareció del pueblo al curso siguiente. Desde el primer día me sorprendió que la gente me parase por la calle para preguntarme cualquier cosa: de dónde era, los años que tenía, si estaba casado, cómo se portaba en clase éste o aquél. Mi torpeza tímida administraba mal esas inquisiciones tan directas. Por suerte, todavía existían las casas de los maestros, y en una vacía que me dejaron me instalé. Por las tardes me refugiaba en la biblioteca pública, donde preparaba las clases y leía los libros que yo mismo llevaba, entre cuchicheos adolescentes. Los viernes a las cinco salíamos disparados unos cuantos hacia Pamplona.

Mi cabeza estaba atiborrada de sueños y teorías, y llevaba unos cuantos años en reuniones con enseñantes de izquierdas y abertzales, en particular en Adarra, un movimiento de renovación pedagógica entonces muy pujante en ciertos colegios. Sin embargo, en el pueblo donde yo había caído los maestros, la gran mayoría matrimonios de “propietarios definitivos”, vivían ajenos a todos mis anhelos ingenuos y radicales. Necesité poco tiempo para ver que mi conocimiento de la gente de la enseñanza era muy escaso, y que los deseos y las buenas intenciones no eran suficientes. Pero me temo que esa ignorancia, impaciencia y dogmatismo que me empujaban se tradujeron más de una vez en soberbia y destemplanza.

Esas mismas ensoñaciones de revolución pedagógica chocaron también con lo que me encontré en el aula. A la hora de la verdad me costó mucho acostumbrarme al trato con niños. Había en ellos una alegría instintiva y una vitalidad desordenada que desarmaban mis planes y me descontrolaban. Además, mis alumnos sólo tenían nueve años, y yo estaba acostumbrado a moverme cómodo entre generalizaciones y abstracciones que aquellos chicos y chicas no entendían. Me costó tiempo, mucho más del que duré en este primer pueblo, en hablar a los niños de una manera más llana, más ajustada a su nivel y edad. Ese aprendizaje fue difícil. Por suerte, los niños y niñas de aquel pueblo resultaron tan cálidos y entusiastas que, pese a mi torpe bisoñez, las cosas salieron mucho mejor de lo que yo merecía.

Dejé el pueblo a los dos meses. Mi segundo centro estaba al lado de Pamplona, pero resultó mucho más áspero en todos los sentidos. Mientras, chicos y sobre todo chicas del colegio ribereño estuvieron bastante tiempo escribiéndome, contándome anécdotas infantiles, llenos de ilusión y cariño. Tarde, como pasa casi siempre con los aprendizajes, entendí todo lo que había perdido o menospreciado al abandonar aquel centro, mi primer destino.

08 febrero 2012

Margarita Leoz

Poco a poco, demorándome intencionadamente, dejando tiempo entre relato y relato, y alternando con otras ocupaciones de lectura, he leído Segunda residencia, de Margarita Leoz, que Tropo editores acaba de publicar. Este conjunto de historias, magnífico, y que me apresuro a recomendar vivamente por si alguien abandona este blog a los quince segundos, conforma un pequeño catálogo de insatisfacciones y dolores de las gentes de hoy, un muestrario de pequeñas desdichas, decepciones y angustias en sordina que podemos encontrar en nuestros amigos, en nosotros mismos. Como tituló su libro otra escritora, Mercedes Cebrián, cabe decir que en Segunda residencia nos topamos con el malestar al alcance de todos.

Esa impresión global nos invade sin que la autora se lance a narrar aventuras trepidantes, agónicas peripecias o subrayados dramáticos. Aquí, contadas como a media voz, sin gritos ni explicaciones didácticas, leemos, por ejemplo, historias de profesoras solitarias y médicas aburridas, preadolescentes asustadas o jóvenes que no saben canalizar su desorientación ni colmar sus deseos, parejas que del amor sólo recuerdan algunos gestos que el tiempo ya transformó en muecas, mujeres que quieren cambiar su vida pero no acaban de decidirse, o psiquiatras tan perdidos como sus pacientes.

En esas vidas no hay nada personalmente exaltante. Aunque tampoco grandes tragedias, al menos en el presente. Sólo en tres cuentos hay viejas heridas graves que marcan, en distintos grados, la realidad actual: un episodio de acoso escolar, o sobre todo la muerte de un hijo o de un hermano. Pero lo habitual es que la vida de los protagonistas de estos cuentos sea anodina, muy de tonos grises. No hay asomo de exaltación romántica ni épica, el amor ya nunca es arrebatado o fulgurante, el sexo, las pocas veces que se menciona, es una ausencia lacerante aunque silenciosa, o no tiene nada de bello o gozoso (incluso las comparaciones, en algún momento, recuerdan su componente animalesco). El trabajo es rutinario, las conversaciones siempre banales, y las costumbres diarias tediosas o un poco estúpidas. Y, para sobrevivir sin derrumbes, varios de esos personajes se protegen con la resignación, el autoengaño, la jovialidad forzada, o sencillamente tirando del viejo recurso de esconder la cabeza bajo el ala. De hecho, en los mejores relatos del libro anida una expectativa de cambio, o una amenaza de explosión, de ruptura vital, o de algo ominoso. Pero esa tensión no llega a materializarse, muere sin reventar. Nadie pega un giro a su vida, y nadie encara abiertamente su aflicción.

Mientras leía Segunda residencia recordé un artículo de José María Guelbenzu a propósito de Tobías Wolff, escritor al que guardo especial devoción y que me parece que también es del gusto de Margarita Leoz, lo que se nota en su libro. En ese texto Guelbenzu establece dos principios especialmente pertinentes a la hora de entender y disfrutar los relatos de la autora. El primero señala que “si algo distingue a la literatura es que, al dirigirse a la imaginación del lector, al tener que ponerla en movimiento y fecundarla, necesita de un arma sustancial a la escritura literaria: la sugerencia. Al contrario que la evidencia, propia del discurso lógico, la sugerencia es el alma de la expresión literaria; sin ella, incluso en los textos más limpios y directos, la narrativa o la poesía caerían en el vacío”.

Margarita Leoz maneja el arma de la sugerencia con suma destreza. Estos relatos —sin caer en el minimalismo extremo o en el despojamiento llevado al límite, que a veces, en otros libros, dejan al lector perplejo o perdido, sin datos básicos que le orienten— pivotan sobre la sugerencia. Muchos conflictos están sólo entrevistos, apuntados, implícitos. Ese equilibrio entre decir y no decir, entre mostrar y esconder, entre contar y dejar abiertas las puertas de la interpretación del lector, la autora lo administra con cuidado. Se trata de evitar lo obvio, de contar sólo lo imprescindible para que nosotros, los lectores, entendamos estas vidas pardas, carentes de paz y bienestar. Y el libro obtiene sus cotas más altas cuando más diestra es la escritora en la sugerencia, cuando, depurando y depurando, más y mejor confía en el lector y en su poder de lectura y comprensión.

La segunda nota de Guelbenzu complementa a la primera: “La otra parte del alma de la expresión literaria, la que encarna la sugerencia, es la creación de las imágenes literarias adecuadas a la intención, cuyo valor emocional y simbólico es lo que determina la gran escritura”. Pues bien, los cuentos de Margarita Leoz están repletos de detalles que funcionan como poderosas imágenes, las cuales van creando el clima del relato, ese tono emocional y simbólico que de pronto golpea nuestra sensibilidad y nos hace identificar y reconocer las claves de esas existencias y la fealdad del mundo: mínimos gestos, o bien acciones muy corrientes pero llenas de sentidos ambiguos; empleo literario de objetos domésticos, o ropas, o miradas o bien olores que ayudan a dotar a lo contado de otras complejidades; comparaciones exactas que nos iluminan sobre una acción o un lugar; palabras o expresiones muy corrientes pero que definen a los personajes, o bien otras que restallan de pronto al disonar de un registro lingüístico más neutro. Estos recursos para crear imágenes dan a las historias su temperatura literaria más elevada, y cuando están mejor combinados producen relatos que dejan al lector un soberbio regusto.

Margarita Leoz se aprovecha del realismo. Pero la etiqueta de “realismo literario” obliga a mil matizaciones si no queremos caer en la confusión. Desde luego, el realismo de la autora no tiene nada de costumbrismo chato ni obvio, ni gusta del detallismo prolijo. Sin ir más lejos, es un realismo, creo, muy, muy lejano al de tantos escritores (y escritoras) españoles que parecen, ¡en 2012!, contemporáneos del genial Galdós, como si nada se hubiera escrito después. No, me parece que Margarita Leoz ha tenido que leer a muchos escritores que, en la filiación de Chéjov (escritores, por ejemplo, de la extraordinaria narrativa corta norteamericana del siglo XX), han jugado con la sugerencia, con el poder de las imágenes, con el minimalismo y la sutileza, con el poder del lector para dotar de sentido y sensibilidad al relato que se mueve entre el decir y el callar. Jugando en ese campo del equilibrio, Segunda residencia crea una mirada propia, desolada, feroz pero nada estridente, sobre lo que vivimos, sobre esta pobre, esta decepcionante vida nuestra.

04 febrero 2012

Antonio Martínez Sarrión

Aprovechando un viaje a Madrid me acerco a la cuesta de Moyano. Entre otros libros, compro, rebajado, Escaramuzas, de Antonio Martínez Sarrión. Ya estuve a punto de adquirirlo en una librería hace mes y medio. Pero los anteriores dietarios suyos me decepcionaron, y no me decidí. Ahora lo compro, empujado por la leve rebaja de precio. Craso error. Martínez Sarrión tiene una prosa torpona, pesada, fatigosa; la fluidez elegante, o la ironía, le son ajenas. Lo peor es que más de la mitad del libro es perfectamente trivial, innecesaria. Toda la parte, digamos, política. En la otra, las anotaciones sobre lecturas o preferencias estéticas, hay detalles que me interesan, aunque la novedad es muy escasa. Casi todo lo dijo y repitió Sarrión en los dietarios anteriores y en sus memorias.

Martínez Sarrión no enseña nada que nos haga avanzar un milímetro en el conocimiento del mundo. Y tampoco es capaz de decir lo ya consabido de otra manera, al menos con un punto de vista o una gracia que nos seduzca. Sus imprecaciones certifican que el mundo es injusto, el desastre absoluto. Y los americanos, no digamos. Así, a lo grande, nada menos. Y encima la inmensa mayoría de los intelectuales son sinvergüenzas, imbéciles o cobardes. Menos mal que él, nos advierte, resistirá hasta la muerte.

Para la gimnasia del insulto es suficiente con tirar de recortes de prensa o con citas mutiladas. A veces ni eso: basta con hablar de oídas. Así, hay latigazos a otros escritores sobre la base de referencias bastardas, en plan “creo recordar que Fulano dijo”, o “más o menos Mengano vino a decir que”. Y en alguna ocasión, cae en la vileza. Por ejemplo, cuando interpreta a Savater “psicológicamente”, apoyádose en los gustos literarios de éste. Tiene gracia que Sarrión, que en su vida pública ha sido de una discreción tal que nadie hubiera dicho que es tan radical como se destapa en sus dietarios (llevo mil años leyendo periódicos y nunca le he visto pronunciarse en artículos sobre asuntos de actualidad), acuse a Savater, que se ha jugado la vida y el prestigio intelectual mil veces en la plaza pública y en polémicas con cualquiera, de vivir con una “actitud peterpanesca”. Avilantez.

“En definitiva, una amistad sólida consiste en querer lo mismo y rechazar lo mismo”, cita Martínez Sarrión a Salustio. Esta concepción de la amistad, que merecería no pocas matizaciones, él parece interpretarla, a tenor de este libro, con suma restricción: las querencias y rechazos en las posturas políticas. ¿Ahí se acaba el mundo? Dogmatismo, sectarismo, malas artes y pobreza en la argumentación… Uf, qué pocas ganas dan de ser amigo de gente así.

02 febrero 2012

Carlos Pérez Merinero

Hace tres días murió Carlos Pérez Merinero, novelista y hombre del cine. Pero su fallecimiento ha tenido escasa resonancia. Internet registra muy pocos textos tras la muerte, y de escasa entidad, salvo el cariñoso recuerdo de Rafael Reig. Me parece que con los años se había convertido en un autor bastante marginal. Y, sin embargo, su muerte no sólo me ha hecho recordar otros tiempos en mis lecturas y en mis ideas, sino también, gracias a lo que dice Reig, algo que me irrita mucho en los últimos años a propósito del punto de vista en la literatura.

Recuerdo muy bien a Pérez Merinero desde que, en los años setenta, siendo él un joven profesor universitario y yo un adolescente que deglutía libros sin orden ni concierto, leí con voluntad de estudio sus escritos sobre el cine español, que firmaba con su hermano David. Marxista muy radical entonces, Pérez Merinero era de los que pensaban que “El cine, en una formación social capitalista, es un Aparato Ideológico de Estado y, por tanto, cumple la función estructural de todo AIE: la reproducción de las relaciones de producción dominantes, es decir, las relaciones de explotación capitalistas”. Estudiar esta jerga (y cosas mucho más duras, que piadosamente omito) era normal entre la gente con la que yo me movía políticamente.

A partir de 1981 Pérez Merinero, que había abandonado la universidad, comenzó a publicar sus novelas negras, negrísimas, brutales. Y siempre estuvo vinculado al cine, como guionista y director. Participó en la escritura de unas cuantas películas, como la muy conocida Amantes, de Vicente Aranda. Pero la mayoría no tuvieron ese éxito, y una de las últimas en que intervino en el guión, El ciclo Dreyer, la vimos cuatro gatos. Incluso dirigió un largo, Rincones del paraíso, con actores notables, como Juan Diego. Pero es un film casi clandestino: pasó cuatro días por un par de salas de España, lo cual, para un director, y con lo que cuesta levantar y rodar una película, es, digamos, la cifra del fracaso. Luego dirigió otros proyectos que nacieron ya al margen, y que, como dice de sí misma la editorial Pepitas de Calabaza, tuvieron “menos proyección que un cinexin”.

Yo leí casi todas sus novelas de los años ochenta, en tiempos donde todavía devoraba novela policiales, o negras, o detectivescas o similares. Y tengo muy presentes en la memoria la primera y más vendida, Días de guardar, en la gran colección de Bruguera, y en 1986 la que más me impresionó, La mano armada. Son historias, como dice Rafael Reig, que “salpican sangre y semen. Sus personajes son antihéroes de verdad, no para uso de la gazmoñería contemporánea, son machistas, salidos, crueles, brutales, egoístas, un poco neuróticos y casi siempre muy desdichados”. Pérez Merinero ha continuado en la brecha hasta el final; su última novela se publicó hace cuatro meses. Pero las editoriales donde publicaba eran cada vez más enclenques, y no sé si esas novelas han circulado más allá de un diminuto círculo de lectores. Confieso que yo le había perdido la pista.

Las novelas más salvajes de Pérez Merinero están escritas en primera persona. El protagonista absoluto y narrador hace chistes y juegos de palabras de pésimo gusto, se va por los cerros de Úbeda y nos cuenta las brutalidades de todo tipo que comete. Escuchamos esa voz, vemos cómo funciona la mente de ese personaje, qué desea y hace, y el efecto que provoca en nosotros es el de la repugnancia, aunque al mismo tiempo entendemos mejor unas cuantas cosas sobre los deseos, la violencia, la crueldad, sobre el fondo más oscuro de la mente.

Esa voz que narra a lo bestia no es la del escritor, sino la del personaje fruto de su imaginación. No sé cómo era Pérez Merinero ni cómo vivía, qué le gustaba o sentía, si era machista o autoritario o coleccionista de barcos, si seguía siendo marxista leninista o posmoderno nihilista, futbolero u obseso sexual. Sólo sé que en sus novelas acertó a crear personajes potentes, literariamente atractivos, por mucho que fueran tipejos que perseguían violentamente sus obsesiones y resultasen detestables. Pero eran personajes, y lo que hacían o decían no tenía por qué representar en absoluto al autor.

Da un poco de vergüenza repetir estas obviedades. Pero es que periódicamente se organizan linchamientos de escritores a los que se confunde con sus personajes, a los que se critica por las ideas (por ejemplo, racistas, o machistas, o clasistas o simplemente estúpidas) que manifiestan esos personajes en cuentos o novelas. Es lo que tiene la ignorancia del abecé de la literatura.

No hablo de oídas. En algún concurso literario en que he participado como jurado me ha tocado defender relatos en los cuales el autor o autora había creado un personaje que, en primera persona, contaba y justificaba sus fechorías: maltratadores de mujeres, racistas desaforados. Y por mucho que algunos quisiéramos situar la discusión en parámetros de técnica y calidad literaria, y de que explicáramos que juzgar muy convincente literariamente la descripción de la mente de un asesino no es lo mismo que hacer apología del crimen, siempre había quien rechazaba la obra con argumentos morales, o con tópicos bienintencionados pero tontos sobre lo negativo del personaje y la conveniencia de premiar, mejor, a relatos con personajes “positivos”. Y lo peor: en esos jurado he conocido personas temerosas de que se nos atacara, desde medios “progresistas”, si premiábamos un relato de ésos, personas asustadas de que se nos pudiese tachar de defensores de racismo o de malos tratos. (Esto se ha hecho muchas veces, por cierto: atacar a alguien usando frases de un personaje de ficción como si fueran afirmaciones de un artículo de opinión o de un ensayo; dicho en plata: adjudicar al escritor burradas que dicen o hacen los personajes que él creó.)

¿Pero es que los lectores somos idiotas y no sabemos distinguir entre el autor y sus personajes, entre la realidad y los recursos y técnicas de la ficción? Yo creo que no. Y Carlos Pérez Merinero, que dibujó algunos de los personajes más repulsivos que recuerdo, estoy seguro de que se hubiera reído con estas confusiones. En tiempos de pensamiento políticamente gazmoño, y más opresivo mentalmente que correcto, tiempos en los que hay que tentarse mucho la ropa, él iba a su aire, totalmente a su aire. Era un escritor libre, que produjo obras que no merecen el total silencio que con los años fue cayendo sobre él.