19 marzo 2012

Los idus de marzo y la política

El otro día fui al cine. Como ya he contado varias veces en este blog, no es algo que haga con frecuencia en los últimos años. Prefiero ver cine en casa. Pero aprovechando el fin de semana largo quise ver una película que, por lo que había leído, no podía esperar un tiempo a ver en DVD (ahora no me bajo nada en el ordenador, así que veo los estrenos con meses de retraso). Antes de que empezara, tuvimos que aguantar tres trailers de películas trepidantes, rugientes, frenéticas, repletas de violencia, destrucción y efectos especiales en dolby estereo. Cine de palomitas y multisalas de centro comercial.

Yo iba a ver Los idus de marzo, de George Clooney. Para empezar, un ritmo y un estilo opuestos a los de las películas anunciadas justo antes. Serenidad, clasicismo. Me interesó mucho la historia y me gustó la forma en que la conduce el cada día mejor actor y director americano. Un guión medido, teatral en el mejor sentido, un juego de planos, luces y sombras que centran la historia en las miradas, en el contacto físico muy cercano entre los personajes. Y todo con la contención y sentido de la elipsis que evita que nos distraigamos. Hay que atender a lo que importa.

¿Y qué importa? Pues los entresijos de la política realmente existente. Las mentiras, las jugadas tramposas, las ambiciones siempre como la otra cara de las ilusiones. ¿Política? Imagen, engaño, seducción, promesas como mercancías, sondeos y más sondeos, tipos con un fuerte sentido de la realidad y por tanto de la trapacería. ¿Ideas, convicciones, teorías? Na, eso hay que saber administrarlo al servicio de intereses superiores.

El protagonista, ese asesor presidencial joven, idealista pero deseoso de medrar, aprende de golpe qué hay en la trastienda, qué flaquezas y deseos es preciso tapar. Y decide, en cuestión de horas, que sí, que quiere meter las manos en la porquería y manchárselas lo que haga falta. Porque lo que más le gusta es el poder, la influencia, manejar los hilos. Bienvenido al club, acaban reconociendo con forzada deportividad los perdedores de la batalla.

Esa pasión es superior a la del dinero. Hay, claro está, mucha gente en política porque es su manera de ganarse la vida, porque fuera de la política no disponen de una salida laboral ni remotamente tan apetecible como la que proporcionan los partidos y los cargos institucionales. Pero hay personas que aman sobre todo estar, mandar, influir, pertenecer a la pomada, participar en ese juego que vienen a simbolizar muy bien los rituales que pautan la vida de los políticos: el minué de saludos y abrazos, reconocimientos, palmadas y besos, conversaciones triviales o directamente estúpidas que componen la urdimbre de tantos actos, inauguraciones, homenajes, celebraciones y reuniones en las que los políticos se reconocen y miden entre sí, se celebran a sí mismos, chismorrean, se ríen con falsa jovialidad mientras aguantan la copa, comen algo o escuchan discursos estupefacientes.

Los protagonistas de Los idus de marzo podrían ganar más dinero y tranquilidad trabajando en empresas o en la universidad. Pero no quieren eso, ni hablar, y sólo se refieren a ello como la salida que aguarda a los derrotados. Prefieren las jornadas interminables, la excitación de la incertidumbre, el esquema amigo-enemigo, el chalaneo calculado con los periodistas, la exhibición de su poder ante los novatos y las becarias atraídas por el gran circo. Prefieren diseñar promesas, idear eslogans, filtrar verdades o bulos. Les gusta el regate corto, la atención obsesiva a sus smartphones, tuitear bullshit, pura charlatanería.

En mi experiencia, he conocido a gente que siempre ha vivido en ese mundo, esforzados de la reunión y el activismo dispuestos a lo que toque, a lo que haya que decir y hacer en cada momento, con un estómago imbatible. Pero me interesan más quienes, tras haber desarrollado una actividad profesional incluso brillante, descubren ese mundo y caen subyugados. Descubren que les embriagan el poder, siquiera sea a pequeña escala, la influencia, la capacidad de decidir y, siempre, el juego de rituales que acompaña a la política. Y si se les acaba de pronto, tal vez demasiado pronto, sufren una abstinencia devoradora. Muchos han llorado amargamente al conocer el fin de su cargo, hay quien ponía junto a su firma "exdirector general" mucho tiempo después de su destitución, incluso en las comunicaciones más informales y privadas, o quien se ofreció mendicante al partido al que había destrozado el día anterior porque no podía soportar el vacío de poder, de su pequeño poder, lleno de invitaciones a cenas cursadas por alcaldes o reyezuelos en cualquier entidad.

En una escena casi final en Los idus de marzo vemos alejarse al maravilloso Philip Seymour Hoffman, un actor con una presencia física descomunal, turbadora. Perdedor, intrigado porque algo que se le escapa lo ha vencido, pero al mismo tiempo resignado. Ha perdido, pero volverá. Mientras tanto, dice, ganará un millón de dolares en un buen empleo. Pero lo que él quiere no es eso, sino lo que ha dejado atrás: la negociación secreta, la consigna movilizadora acuñada en un momento de inspiración, el papel de negro redactor de un buen discurso si hace falta, la sonrisa de suficiencia entre bambalinas cuando las cosas han salido bien y el poder parece al alcance de la mano. Además, si es preciso, el hachazo brutal, el golpe helado del que manda sin contemplaciones, con el grado justo de tiranía. Volverá. Está hecho para eso, para la política realmente existente.

14 marzo 2012

Gritos privados, silencios públicos

El otro día participé en un foro de discusión de gentes vinculadas con la cultura. Enseguida surgió la situación de los grupos musicales, teatrales y de danza de Navarra, y el nuevo sistema de ayudas que el Gobierno ha puesto en marcha en 2012 para ellos. Alguna persona señaló, en ese ámbito tan recogido y privado en que estábamos, que las ayudas concedidas, y que acababan de hacerse públicas, no habían estado acertadas. ¿Por qué? Pues porque hay grupos, dijo, que no tienen una calidad en su trayectoria que justifique las cantidades que han logrado.

Esos grupos no se han estado callados en los últimos meses en la esfera pública. Antes al contrario, han organizado una buena gresca en los medios, en el Parlamento e incluso en la calle, ya que temían que el nuevo método de reparto pudiera dejarles sin las suculentas cantidades que llevaban varios años obteniendo para desarrollar su trabajo.

En esos meses de constante y conflictiva presencia pública de los que se veían ya sin dinero nadie, públicamente, ha juzgado su hacer con criterios de buena o mala calidad artística. Se ha hablado mucho, con más o menos tino o demagogia, de la función social de la cultura, de puestos de trabajo o de criterios de gasto público, y más en época de crisis.

Y siendo ciertamente importantes todas esas dimensiones del conflicto, en ningún momento se ha dicho: el resultado artístico de las actividades de este o aquel grupo es bueno, malo o regular. Y lo es por esto, por esto y por esto.

Comentarios privados seguro que ha habido bastantes. Públicos, ninguno. En la provincia los gritos se dan en privado, en el círculo de colegas o amigos. En público no hay ni susurros. En la provincia no se conocen críticos que, en público, se apliquen a razonar con claridad, y del modo más razonado y documentado posible, cuál es la opinión que una obra les ha merecido. En todo caso, lo harán si se habla de gente que no se conoce, o de nulo poder de influencia, o de extranjeros que nos pillan muy lejos.

No se sabe si los silencios son debidos a la inanidad de los productos “navarros” o al deseo de “no meneallo”. En un mundo reducido, en el que gran parte de los interesados se conocen, casi todo se queda en el estadio del chismorreo. De este modo se cultiva una actitud que recuerda a la del mono de la fábula de Monterroso, que quería ser escritor satírico pero siempre se contenía para evitar que sus amigos de todos los pelajes se sintieran aludidos en sus sátiras.

Ay, la necesidad de una crítica seria, libre, desprejuiciada… Cuánto se habla de ella, y qué poco se practica. El otro día vi que me habían ingresado en cuenta 32 euros. Y es que me descontaron en esa misma cuenta hace pocos meses la suscripción anual a la Revista de Libros, pero en diciembre la Fundación Caja Madrid-Bankia (en una miserable decisión con derecho a capítulo aparte), que la sostenía, resolvió cerrarla, y ahora me devuelven una parte de lo que pagué. Yo, desde luego, hubiera seguido abonando muy gustoso esa suscripción muchos años, porque era una revista de artículos largos, informativos y analíticos, llenos con frecuencia de comentarios desarrollados con la extensión necesaria, ponderados y sagaces sobre los libros que se criticaban. Y, a veces, eran artículos durísimos con el libro que fuera, feroces a la hora de señalar sus defectos. Lo cual también tenía un gran valor, una incuestionable utilidad intelectual.

Ese estilo crítico no lo encuentra uno en las mugas forales casi nunca. Aquí criticar, discriminar, distinguir, es decir, separar lo bueno de lo malo, y por tanto señalar lo malo, el falso producto, el falso prestigio…, casi nunca, al menos en público. ¿Hay que ser muy rico, muy mayor y estar enfermo para ser libre?

13 marzo 2012

Testamento en Praga

El 23 de febrero de 1981, a las pocas horas de que comenzara el golpe de estado de Tejero, empecé a leer Testamento en Praga, de Teresa Pamies. Y toda la noche, mientras escuchaba en un transistor el desarrollo de la intentona militar, estuve con el libro, que devoré con fruición, en especial después de que sobre la una de la mañana aquélla pareciera despeñarse en el fracaso.

No tengo ahora una idea precisa del libro. Pero sí recuerdo el diálogo que lo construye y vertebra entre, de una parte, el testimonio de Tomás Pamies, el padre de la escritora, comunista muerto en Praga en 1966, después de muchos años de exilio a partir de la derrota de 1939, y por otro lado el contrapunto de la narración de la hija, que confronta su comunismo “abierto”, entusiasta de la “Primavera de Praga” abortada por los soviéticos, con el comunismo del padre, mucho más elemental y rocoso.

Aun sin saber cuánto retocó la hija los escritos de su padre, Tomás Pamies, son éstos los más valiosos del libro. Pobreza, infancia en la Lérida rural más profunda, luchas, cárceles, comunismo primero entusiasta y luego ya inquebrantable, exilio… No tengo memoria de los hechos concretos, pero sí está presente en mí, más de treinta años después, la voz sencilla y radical de Tomás Pamies, un comunista de la época dorada y, por eso mismo, terrible.

Podría volver a Testamento en Praga, que en innumerables ediciones conoció una relativa celebridad y que no me costaría nada encontrar en mi biblioteca. Pero no quiero. No soy el mismo de cuando entonces, y no me apetece, tal vez, caer en la decepción. Prefiero conservar, hoy que ha muerto Teresa Pamies a los 93 años, el recuerdo puro y febril de aquella noche en vela, en que no pude acostarme hasta terminar las historias del padre y la hija, de dos comunistas hasta el final.