26 septiembre 2012

Benet y Martín Gaite: cartas y amistad

En 1964, Carmen Martín Gaite y Juan Benet se reencuentran en Madrid, tras haberse tratado someramente a principios de los cincuenta en una tertulia de jóvenes escritores que se reunía en un café cercano a las Cortes. A la altura de 1964 Carmen Martín Gaite ya ha publicado sus primeros relatos y novelas y posee un nombre en la sociedad literaria, mientras que Juan Benet, ingeniero que ha trabajado más de diez años a pie de obra en carreteras, presas y puentes construidos en León y Asturias, es un escritor casi inédito y desconocido. Sólo ha publicado en 1960, pagándoselo él mismo, un volumen de relatos, Nunca llegarás a nada, del que guarda cientos de ejemplares que está dispuesto a regalar a cualquiera que muestre un mínimo interés. Pero en 1964 se acerca a la cuarentena y, aunque desconocido, se puede decir que está “armado” literariamente. Muchos años de lecturas y de escritura han forjado un estilo que, si bien influido por Faulkner, Kafka Proust y otros prosistas franceses, tiene un tono propio, radicalmente innovador en el panorama literario español. Sabe qué quiere escribir, tiene una novela muy avanzada. También tiene muy claro lo que no quiere, lo que rechaza con desdén: el realismo, o peor, el costumbrismo que, según él, y con pocas excepciones, dominan la producción literaria en castellano, al menos en España.

El reencuentro de 1964 de estos dos escritores es tan grato y estimulante para ambos que se inicia una gran amistad. “Mucho tengo que retroceder en el tiempo para recordar dos horas tan buenas como las que pasé ayer en tu casa. Son de esas que almacenan beneficio y lo van desplegando después y a distancia”, le escribe Martín Gaite a Benet. Porque esos frecuentes encuentros y largas conversaciones les inclinan también a comenzar una correspondencia que continúe y profundice todo aquello que surge en sus charlas. Las cartas que se cruzan, las que no se han perdido, se publicaron en 2011 en un libro (Galaxia Gutenberg) que estos días he leído con pasión. No son misivas sobre incidencias personales o domésticas, pese a que ambos dejen caer aquí y allí, muy levemente, alusiones a no pocas pérdidas, tristezas e infelicidades. No, la correspondencia mantiene, al menos en los primeros años, hasta 1967, una formidable altura intelectual. Los dos quieren reflexionar, fijar conceptos, definir sus posiciones, y vuelan siempre muy por encima de las anécdotas o los datos.

El interés primero por el diálogo epistolar es de Carmen Martín Gaite, pero es Benet quien, respondiendo a su invitación, envía, de las que se han conservado, las cartas más hondas y brillantes. La escritora, a la que entusiasma este cruce sobre la literatura y lo que importa de verdad en la ficción, pero también sobre otros asuntos (la depresión, la voluntad, el peso del tiempo en las actitudes vitales, etc.), es una interlocutora de gran nivel, pero las cartas de Benet revelan, como he dicho, que aunque ignorado entonces como escritor, tiene ya unos criterios sólidos sobre lo que quiere escribir, y también sobre muchos planos de la existencia. Sus cartas, en realidad ensayos breves redactados en su estilo suntuoso y un tanto enrevesado, no dan facilidades al lector (Benet casi nunca se las dio), pero revelan un hombre con opiniones profundas, originales y muy fértiles a la hora de animar a seguir pensando.

En enero de 1968 se publica la primera novela de Benet, Volverás a Región. Y pronto, aunque en niveles muy minoritarios -toda vez que se trata de una historia morosa y compleja-, comienzan a surgirle admiradores nuevos, jóvenes muy atentos a las nuevas corrientes de la ficción y que ven en su literatura algo en verdad radical. Benet es solicitado y agasajado por distintos círculos, sus compromisos aumentan, y sus cartas a Martín Gaite se hacen mucho menos frecuentes y sustanciosas. La escritora reacciona, echa en falta esas misivas, la presencia tan sugerente e “íntima” que habían adquirido en su vida, y le reprocha a Benet su silencio, a veces con un dolor, una irritación y una acidez que, según ha confesado atónito Félix de Azúa, entonces uno de esos jóvenes, el escritor no hubiera tolerado a ninguna de sus nuevas amistades. Martín Gaite, por ejemplo, para justificar que no lo llamará en su cumpleaños, le escribe que “Desde que estás tan descaradamente entregado a la exhibición y publicidad de tu propia persona física de escritor de moda –apreciado no tanto por la calidad de sus páginas cuanto por un entrechocar de anécdotas, ditirambos y vaciedades-, he pensado que mi llamada la meterías en el mismo saco que la de Molina Foix, Ana María Moix o cualquier oix similar, tan proclive como tu nueva situación te ha hecho a confundir la velocidad con el tocino”. Reproches de este tipo, cargados de dolor y rabia, hay varios en otras cartas. En 1973 Carmen Martín Gaite publicará un racimo de ensayos, La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, y en el que dio título al libro, que habían discutido a fondo en los años dorados de su amistad, coloca esta dedicatoria: “Para Juan Benet, cuando no era famoso”. Vale decir, cuando no debía atender mil solicitaciones, cuando era mi amigo de verdad, cuando le gustaba discutir conmigo, cuando se tomaba el trabajo de dialogar y explicitar sus posturas para estimular y acompañar mi vida.

Pero la amistad ni es algo incólume e inmune al tiempo, ni muchos menos se puede exigir como si fuera la cláusula de un contrato. Benet, que ya había dejado claro años antes que la escritura era un juego para él, y que la correspondencia no podía someterse a un turno riguroso y forzado, quiso cortar por lo sano, en una carta que no se ha conservado, la catarata de reproches de Martín Gaite. Esta tuvo que pedirle disculpas por su tono agresivo y comninatorio. En todo caso, muy pocas cartas más se enviaron.

¿Siguieron siendo amigos? No de la misma manera que en el periodo “dorado” de 1964-66. Me parece que algo sustancial se había perdido entre los dos. ¿Quién no ha conocido más de una vez en la vida estos cambios en la calidad de sus amistades, esas quiebras donde al menos uno de los dos pierde sin remedio la compañía y el influjo benéfico y valioso del amigo que ha cambiado y se alejan o desaparece?

Pero algo quedaba, al menos por la parte de la escritora. En 1985, bastantes años después, Carmen Martín Gaite le escribe a Benet: “¿qué me haría ilusión en este momento, qué podría darme un poco de alegría? Y me dije, que apareciera Juan Benet y se sentara aquí un rato conmigo. Aunque no dijera nada”. Lo que no obsta, ay, para que dos meses después, en una carta cariñosa que responde a una misiva perdida del escritor, y en la que elogia hasta la caligrafía de éste, no pueda evitar terminar: “Deberías dar tus obras siempre escritas a mano. Tal vez ganaran en estilo y transparencia”. Amigos pero…

05 septiembre 2012

Notas de verano (II). Comiendo con mi padre

En verano ganan un peso especial las comidas con mi padre. Son muchas, los dos solos, mano a mano. Como mi padre tiene ochenta y seis años, varias pejigueras de salud y se mueve cada vez con más lentitud, lo recojo en su casa (siempre está preparado quince minutos antes, así que, sea a la hora que sea, invariablemente llego cuando ya le ataca una ligera impaciencia) y lo transporto por la ciudad. Son comidas presididas por la repetición. Quedamos siempre a la misma hora temprana, lo llevo al mismo restaurante y casi elegimos idéntico menú día tras día. Con el último sorbo del café pagamos y rápidamente lo devuelvo a su hogar, que mi padre quiere echar la siesta enseguida y la rigurosa observancia de los horarios es sagrada para él.

La repetición domina también los diálogos. Hablamos (o mejor, le hago hablar: en grupo mayor tiende a permanecer silencioso y ausente) sobre la calidad del menú, el tiempo, Osasuna, la televisión, sus hermanas (tan mayores como él y más enfermas y dependientes) u otras gentes de su pueblo, que abandonó hace sesenta años, o bien sobre las escasas personas que trata fuera del círculo familiar. Mi padre ya no tiene amigos: o se han muerto, o han dejado de interesarle, o verlos es demasiado complicado por múltiples motivos y no compensa el esfuerzo. Tiene, menos mal, una excelente relación con algunas vecinas y otras mujeres del barrio, con las cuales, lo sé y lo entiendo muy bien, es mucho más locuaz y extrovertido que con sus hijos.

Nuestras conversaciones son guadianescas, puntuadas por largos silencios, y sometidas a lo que importa de verdad: comer, actividad a la que mi padre se entrega con minuciosa concentración. Lo cual no obsta para que en su avidez se manche la camisa indefectiblemente, o para que, prisionero implacable de sus temores o manías, se resista malhumorado y esquivo a mis sugerencias de algún cambio en sus costumbres. Las fricciones que ello provoca, pequeñas explosiones, siempre las pago con el dinero de la culpa e intensas punzadas de compasión (de él y de mí, que acabaré igual o peor).

Mis intentos, desde hace años, por hacerle recordar, en estas conversaciones de dos hombres mayores, episodios de su vida chocan con la coraza de la versión oficial, manida y alicorta que, casi sin querer, ha construido de su pasado. Y también con las dificultades expresivas y lingüísticas (mentales, en realidad) que mi padre tiene, como tantísima gente, para hablar con verdad y sencillez de su vida. Por muchos motivos, algunos muy justificados, las familias no son el ámbito de la sinceridad, y las zonas de sombra, secreto y silencio son, digamos, naturales. No hablo de nada tremendo ni dramático, qué va. Hablo de familias sin historia, “normales” y “felices”. Hay demasiados factores que conducen en esta dirección: de carácter y formación, de temor y conveniencia, de limitaciones buscadas o inevitables.

El último libro de David Lodge publicado en castellano, La vida en sordina, que devoré hace dos años, contiene páginas hermosas y melancólicas sobre la relación entre el protagonista, sordo y sesentón, y su padre, de ochenta y nueve años, también sordo, que vive solo en un domicilio que no se ha limpiado bien desde que falleció la madre, y al que saca a comer siempre al mismo restaurante. El padre reacciona con idéntica negativa a todos los intentos de introducir cambios en su vida, cambios que el hijo pagaría de mil amores con tal de hacer oídos sordos al pitido que ambos escuchan en su mente con persistencia: que su padre, lleno de manías y poseído cada vez más de un humor oscuro, está solo, muy solo. El hijo le ofrece una persona que limpie el piso, cocine decentemente y vigile que no salga a la calle con lamparones en la ropa, nuevos electrodomésticos, encuentros con otra gente, cualquier modificación material. El anciano resume por fin su negativa a todo cuando le dice al hijo que “Ya no quiero hacer nada. Lo máximo que puedo esperar es pasar la noche sin levantarme más de tres veces, conseguir una actuación decente en el trono después del desayuno, prepararme la cena sin quemar nada, que haya en la tele algo que valga la pena… Es lo único que puedo esperar. Eso es un buen día”.

Con ligeras variaciones, mi padre anda por ahí. Ni él ni yo somos sordos, pero creo que entre dos hombres mayores, en esta sociedad urbana que hace tiempo arrumbó el clan familiar de las sociedades agrarias, la sordera me parece una excelente metáfora del clima en que vive nuestra relación. Y temo que ya no sabremos migrar hacia climas más cálidos.

03 septiembre 2012

Notas de verano (I)

Películas y películas. La holganza del verano me ha permitido disfrutar a horas intempestivas de varias películas en la tele. Quiero recordar dos. Una argentina, El aura, de Fabián Bielinsky, el recordado director de Nueve reinas. El aura es una narración seca, de pocas y rápidas palabras y muchos silencios que el espectador atento debe llenar de sentido para completar la trama. Cine negro del bueno, violencia, curiosidad preñada de riesgos y, claro, codicia. Todo ello en el culo del mundo, entre seres con vidas hechas un guiñapo.

Cosa muy distinta es El hombre que mató a Liberty Valance, la película de John Ford sobre la que da vergüenza decir nada a estas alturas. El otro día Santiago González contaba lo fundamental de su argumento. El mal en acción, el miedo y la cobardía colectivos, los equívocos que crean leyendas. Pero también el valor cívico, la ilusión de cambio y la pureza de los principios, las difíciles elecciones a que la vida obliga. Y por encima de todo la lección moral del personaje que interpreta John Wayne, un tipo valiente sin chulería, enamorado sin éxito, perdedor sin levantar la voz.

Con todo, sería ridículo y presuntuoso fingir que me alimenta sólo lo excelso. Qué va. La televisión sirve también para descansar, dejar la mente en blanco, llenar huecos de la noche en que, sin esfuerzo ni proyecto, uno sólo quiere abandonarse. Para uno de esos resultó perfecta otra película americana. ¡Y bien distinta! Una rubia muy legal. Confesar que pasé un rato muy entretenido viéndola no ayuda nada a mi reputación. Menos mal que eso me trae sin cuidado.


Las noticias y las emociones. “Llevo diez días sin leer un periódico, sin ver la televisión, sin escuchar la radio... Y la verdad es que recomiendo a quien quiera escucharme esta dieta de desconexión temporal de la realidad”, escribía José Manuel Benítez Ariza en su blog a comienzos de agosto. Magnífica decisión que yo he secundado, sin tanto rigor (soy débil), este verano, harto de una información política que sólo juega ya con las emociones, con la excitación, con el miedo, con los tópicos más elementales del pensamiento. No veo hoy, ni en prensa, ni en radio, ni en televisión, ningún medio que no explote con desvergüenza las emociones.

En su novela Deja en paz al diablo, de John Verdon, comparece un magnate de la televisión por cable que resume muy bien la idea que hoy mancha en España cualquier información, incluida la política:

“En los viejos tiempos, las cadenas pensaban que las noticias eran noticias y que el entretenimiento era entretenimiento. Por eso sus programas de noticias perdían dinero. Estaban sentados en una mina de oro y no lo sabían. Pensaban que las noticias eran hechos puros presentados de la manera más aburrida posible. (…) Las noticias son vida. La vida es emoción. La emoción es visceral. Drama, sangre, triunfo, lágrimas. No se trata de un capullo almidonado leyendo hechos y cifras escuetos. Se trata de conflicto. Se trata de que te jodan… No, jódete tú. ¿A quién coño le estás diciendo que se joda? Bam, bam, bam”.