10 junio 2013

Enric González

En noviembre del año pasado, el periodista Enric González fue despedido de El País junto a otros 128 trabajadores. En realidad, su caso tuvo connotaciones particulares puesto que González era el único de los que echaron (un domingo por la tarde, por correo electrónico: así se despide ahora) que podría haber continuado en el periódico; incluso hasta el último momento tuvo la puerta abierta para seguir trabajando en él. Pero Enric González había anunciado, casi un mes antes, que lo dejaba, que estaba harto de varias cosas y personas y necesitaba cambiar de aires. Eso sí, pedía ser despedido con los demás para poder acogerse a la misma indemnización.

¿Por qué tuvo El País con él una paciencia y unos miramientos que no había tenido con otros muchos? Pues tal vez porque la empresa sabía que perdía a un gran periodista y escritor, un hombre con una notable habilidad, demostrada en 27 años de trayectoria en el mismo diario, para decir mucho con poco, para contar lo que pasa con buenos datos, distancia, ironía, concisión y profundidad. Esas mismas cualidades adornan una suerte de recuento a vuelapluma de su vida laboral que ahora publica, Memorias líquidas, y que edita, en papel, la magnífica revista digital Jot Down. (Lo cual no obsta para que me entren ganas de mandar a galeras una buena temporada a su diseñador, y también a la empresa por vender el volumen, de muy holgadas 180 páginas, a 23 euros.)

Memorias líquidas, de Enric González, cuenta la quiebra de confianza, el proceso de irritación y hartazgo de un trabajador respecto a ciertos jefes de su empresa, y a las decisiones que tomaron (en particular Juan Luis Cebrián), las cuales han contribuido decisivamente a que El País, y todo el grupo Prisa, se encuentre hoy en una situación económica muy difícil, aunque, es curioso, sus prebostes cobren cada vez más. Enric González no tuvo nunca el altísimo grado de identificación con la empresa que sí mostraron buena parte de sus compañeros. Y eso que su libro certifica que hubo grandes momentos, que ha aprendido mucho de los muy buenos periodistas que eran sus compañeros, y que además, nobleza obliga, él tiene mucho que agradecer a la empresa por la formación que le permitió adquirir y su ayuda en momentos personales complicados. Ah, y porque le pagaran fantásticamente: en los últimos años ¡siete mil euros mensuales netos! Pero la historia, si no de amor sí de respeto y admiración, ha terminado mal, muy mal.

¿Identificación con la empresa? Quiá. Enric González es de los que mantienen que “el mejor lugar del mundo es el que está más lejos de los jefes”. José María Huertas Clavería, un gran periodista catalán, tituló sus memorias Cada mesa, un Vietnam. Y esa “doctrina Huertas” ha guiado siempre a González: “cada mesa de la redacción debía ser una trinchera de resistencia frente a la empresa y los demás poderes. (…) La legitimidad de un periódico radica en su redacción, no en los intereses de sus propietarios. (…) Hay que resistir, hay que intentarlo siempre. Al periodista le pagan para que haga de periodista. Para lo otro están los jefes”.

¿Y qué es lo otro? Pues “el compadreo entre los intereses de la empresa y los del poder”, una sucia alianza de conveniencias que conspira para amordazar al periodista, para que cada dos por tres se pacte el silencio de informaciones incómodas para el poder político o empresarial a cambio de que las empresas de comunicación alcancen beneficios por otros lados. Enric González rememora penosas censuras que sufrió en sus años más jóvenes, bien por presión de la policía, bien de los convergentes de Jordi Pujol. Y también recuerda su incomodidad ante el tratamiento que El País, que ya en los años ochenta era muy poderoso y quería convertirse en un gran grupo mediático, dio a varias informaciones cocinadas en función de sus intereses empresariales, intereses sectarios defendidos sin rubor.

Pero este no es un libro de tesis, sino de buenas historias de periodistas. Enric González no tiene ningún título académico, empezó en un periódico con 18 años y todo lo aprendió en la calle, o leyendo (“me parece que un periodista ha de leer como si le fuera la vida en ello, porque le va la vida en ello”), o de otros compañeros, preferiblemente trabajando en colaboración: “Para mí, una redacción necesita un continuo debate colectivo, sincero y todo lo bronco que haga falta (…) Un diario es eso, un tumulto, una tormenta de ideas y sandeces. Si cada uno hace lo suyo, ignorando lo que hacen y piensan sus compañeros, la redacción pierde su fuerza multiplicadora y el periodista es más débil”.

Con esos elementos se fue afinando un narrador de raza. Enric González sabe contar, posee talento para definir un personaje o una situación en tres palabras. Y sabe mostrar lo bueno y lo malo de las personas (que suele ir unido) con justicia y ecuanimidad. Y ello igual cuando habla de otros como cuando habla de sí mismo. Porque Enric González no siempre se trata bien a sí mismo. Y puede que, como otros periodistas a los que admira, no sea un tipo de trato fácil ni haya escrito siempre sobrio.

Hay mucho alcohol en el oficio, parece. Y también sumisión a los poderes, y tentaciones económicas (intentos de soborno, vamos) y mezquindades en las que caen colegas. Y hay buenos redactores maltratados por sus medios, o envidias mal disfrazadas, o arrinconamientos o despidos de gentes valiosas que las empresas no han sabido aprovechar. Pero hay asimismo el recuerdo de los buenos momentos de una vida laboral ya larga y que ahora continúa en El Mundo. Esos momentos en que, aunque él no lo diga, nosotros recordamos (al menos los que hemos sido lectores habituales de El País) que el periodista redactó crónicas casi perfectas, en Barcelona o en Madrid pero también en las varias capitales del mundo donde ejerció como corresponsal. Crónicas tan suculentas como lo son son estas memorias líquidas, que, ay, nos dejan con ganas de más.

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